Cuentan los mayores que la huerta de València era hasta los años setenta un vergel. Las alquerías estaban habitadas por agricultores profesionales y afanosos; los campos estaban cultivados de hortalizas de primor que la propia familia vendía en los mercados locales; las acequias llevaban agua limpia y la gente se sentía segura. La huerta fue un lugar espléndido durante siglos, y no hay más que leer las crónicas medievales o los escritos de Pascual Carrión para corroborarlo.

Un día, sin embargo, la suerte de la huerta comenzó a cambiar, y ese ecosistema equilibrado, pero frágil, comenzó a degradarse. El punto de ruptura llegó con un modelo de desarrollismo feroz y especulativo. Aparecieron las grandes infraestructuras, las naves, los polígonos, la contaminación, la venta de droga y el caos urbanístico. La despensa verde y el jardín que los agricultores ofrecían gratuitamente a los habitantes urbanos se fue llenando de escombros y malos olores. La degradación avanzó rápido, sin que nadie pareciera preocuparse seriamente, y comenzó el éxodo y el abandono de casas y campos.

Con el nuevo siglo, la espiral destructiva prosiguió su curso, pero la magnitud de las agresiones y una nueva sensibilidad social provocaron, por primera vez, una reacción de rechazo. Así fueron surgiendo plataformas y asociaciones de la sociedad civil alimentadas por una fuerte sensibilidad ecológica y territorial. Con la crisis de 2008, estos movimientos se vieron reforzados por ciudadanos que vieron en la defensa de la huerta un banderín de enganche en la búsqueda de alternativas al capitalismo financiero neoliberal.

Hoy, si bien no se ha producido un punto de inflexión, al menos la dinámica de destrucción anterior parece haberse detenido. Desde luego que ha ayudado la paralización de proyectos de urbanización, pero influye también lo que se percibe como un cambio de paradigma social más favorable a la conservación de la huerta y el interés creciente de los consumidores por el consumo de productos ecológicos y de proximidad. Algunas casas abandonadas se están recuperando para albergar nuevos habitantes y se están abriendo restaurantes especializados en cocina tradicional valenciana, con el atractivo añadido que ofrece el entorno.

Desgraciadamente, una nueva plaga está castigando a sus envejecidos habitantes y penalizando la vida en ella. Se trata de las oleadas de robos a viviendas. Al menos en la huerta sur son cada vez más las alquerías que están sufriendo asaltos, algunas de ellas de forma reiterada. Los vecinos, dispuestos a apurar lo que les queda de vida en el espacio que les ha visto crecer, asistentes impotentes a la violación de sus casas. Las vallas y las verjas se están extendiendo, y el miedo, la última frontera, se ha instalado en la vida de sus pacíficas gentes. ¿Fracasará de nuevo Valencia en dar respuesta a un desafío en el que se juega una de las últimas batallas para que la huerta siga siendo un ecosistema vivo? Mucho tienen que cambiar las actitudes y las políticas reales para confiar en un cambio drástico en el corto plazo. La salvación de la huerta de Valencia no va a llegar a través de medidas o planes parciales. Sólo un plan integral que incorpore todos los factores que determinan la viabilidad de un territorio conseguirá devolverle la dignidad y vitalidad que tuvo un día.