Todo acto terrorista es una consecuencia de múltiples causas que debemos analizar para que hechos incomprensibles como el de Manchester no se vuelvan a repetir. A la mente humana le resulta incomprensible que un joven ciudadano europeo, universitario, de clase media, con una vida cómoda se radicalice hasta el punto de cometer una masacre. No se trata de un combatiente o de un guerrero o de un fanático o de un monstruo, sino de cualquier chaval que, falto de referentes, se apropia unas ideas que le dan sentido a su acción. Hanna Arendt ya planteó en su análisis de los crímenes nazis que el mal no era fruto de la monstruosidad o enfermedad de unos pocos sino de la misma banalidad del sujeto que carece de pensamiento crítico.

¿Por qué digo esto? Porque considero que hoy, en pleno siglo XXI, en un mundo cada vez más vacío de referentes éticos, cualquier joven, amamantado por las todopoderosas redes sociales, podría ser objeto de radicalización si los sistemas educativos abandonan su potencial para, con las armas de la democracia, desactivar esas terribles manera de pensar y sentir.

Pongo un ejemplo de esto a través de mi larga experiencia como profesor de Filosofía. Hace años, en una clase, un joven de 16 años expuso con toda tranquilidad delante de sus compañeros que a él no le importaría morir y/o matar por una causa política o religiosa. En definitiva, morir por unas ideas aunque esas ideas fuesen inmorales para los demás. Ante esta afirmación, el profesor podría haberse escandalizado y acusado al chaval de radical o de desvergonzado o incluso podría haberlo expulsado de clase con la consiguiente amonestación. Sin embargo, el profesor le pidió que aportara razones si las tenía de aquella manera de pensar. Acto seguido, en la clase de Filosofía, les pedí a otros alumnos que, en público y con libertad, defendiesen otras ideas. En unos minutos, el debate estaba encima de la mesa; el joven radical se esforzaba por defender lo suyo y otros alumnos de su edad argumentaban de otra manera. No se trataba de demonizar las ideas del joven, sino de ver si tenían justificación ética. El debate acabó sin una solución, digamos, impuesta por el profesor y a la vez con una defensa compartida de derechos humanos básicos.

Años después, me encontré a ese joven y me dijo, para mi sorpresa, que aquellos debates abiertos y libres en la clase, le habían servido para sacarle de más de un apuro y que en algunas ocasiones recordaba que los argumentos del otro, aunque no sean los que uno apoya,, deben ser respetados y si otras ideas son respetadas las personas que las defienden no deben ser humilladas para que se adapten a mis deseos. Entonces pensé: ¿Es este, desde la humildad, uno de los comienzos de la desactivación de futuros terroristas, maltratadores o violadores? ¿El pensamiento, el diálogo, la educación podrían ser armas que combatiesen la ausencia de crítica que nuestra sociedad nos inocula?

Estoy convencido de que aprender a pensar de una manera crítica no es un mero lujo intelectual, sino una urgencia en una sociedad compleja e interconectada como la nuestra donde cualquiera, más allá de identidades y procedencias, podría convertirse en un terrorista.