Comprender lo que está sucediendo en Estados Unidos es vital para los europeos. Sin embargo, no es ni sencillo ni simple. Para aproximarnos a esta compleja realidad debemos librarnos de las actitudes paranoides, que vinculan con férreo significado lo que quizá sea una asociación contingente. El cristalizado de la realidad muchas veces sólo está en nuestra mirada. Por lo general, sobre el terreno se mueven fenómenos dispersos que esperan arremolinarse cuando se produzca un centro gravitacional denso y atractivo. Mientras, es posible que todo sea un magma cósmico en agitación. Sin embargo, algo es bastante verosímil. Algunas evidencias hablan de que los dos grandes partidos flotan sin amarres sólidos sobre una sociedad demasiado agitada como para establecer una representación estable. En ella se mueven actores poderosos que tienen aspiraciones muy divergentes entre sí. La posibilidad de que todo eso cristalice en un liderazgo solvente, capaz de hacerse cargo de lo que exige el estatuto de primera potencia mundial, no es muy alta.

Por supuesto, Donald Trump parece más un síntoma que otra cosa. La política errática de su medio año de gestión y la carencia de resultados testimonia que las élites del Congreso y del Senado tienen poder suficiente para bloquear una presidencia amateur, pero al mismo tiempo muestra que esas mismas élites no tienen fuerza suficiente como para captar el voto popular. En este sentido, Trump agita elementos oscuros de Estados Unidos, pero desde otro punto de vista es un serio contratiempo para los planes de los poderes que aspiran a controlar el partido republicano. El programa proteccionista de Trump, que evoca lejanos ecos keynesianos y que hizo la competencia a elementos del programa de Bernie Sanders, está en las antípodas de los presupuestos liberales de la escuela de Chicago. Puede que sea la manera de conquistar muchos votos cansados de que los demócratas defiendan los intereses de las clases altas. Pero difícilmente se pueden alinear esos votos de las clases bajas blancas con los grupos ideologizados que apoyaron a Trump con energía.

Miremos los acontecimientos de Charlottesville, Virginia, durante el pasado fin de semana. Tenemos ahí el público de Steve Bannon, el director de campaña de Trump pronto postergado por su staff. Un primer polo de atracción se da entre los supremacistas y los defensores de ese específico estilo americano que considera índice de libertad portar armas de asalto en manifestaciones. Para los europeos, ver a estos individuos con banderas nazis no es alentador, desde luego. Pero más terrible es que el presidente Trump tenga tibias palabras para criticar «la intolerancia, odio y violencia en muchos lados». Y eso con plena conciencia de que los armados estaban de un lado, del mismo del que surgió el joven que, imitando a los terroristas radicales del EI, arrollaba a una mujer de los que se manifestaban en su contra. Que se considere terrorista al defensor del Estado Islámico y se niegue ese adjetivo al supremacista blanco que carga con su coche contra los conciudadanos que defienden los derechos civiles, eso es verdaderamente infame, y que lo haga el presidente de los Estados Unidos muestra el tipo de deudas que ha contraído con esa parte del electorado americano.

Y sin embargo, que eso haya ocurrido en Virginia es todo menos un accidente. Cerca de Charlotesville se encuentra la Universidad de Virginia. Como cuenta Nancy MacLean en su libro Democracy in Chains -una reflexión interesante sobre el ideario de la derecha radical americana- a pocos kilómetros del lugar donde se han producido los incidentes, en el campus de la universidad, tuvo lugar un acontecimiento que es significativo para la historia reciente de EE UU. Fue una reacción contra las leyes federales que exigían desmantelar las escuelas segregacionistas. Era 1956 y las protestas contra esas leyes las dirigió el entonces presidente de aquella universidad y antiguo gobernador, Colgate Whitehead Darden Jr. Su plan tenía una consigna: resistencia masiva. Incluso se llegó a pedir el cierre de toda la educación pública.

Según MacLean, de esta campaña de resistencia a las leyes que prohibían la segregación escolar, y por lo tanto vinculada a los ideales de la vieja forma de vida sureña, surgió la ideología libertaria estadounidense. El encargado de desplegarla fue un economista protegido por Milton Friedman, un joven de Tennessee que con el tiempo llegaría a ser Premio Nobel de Economía, James MacGill Buchanan. Pronto Darden y él se dieron cuenta de que la resistencia no podía ser eficaz si no se cambiaba el sentido del gobierno de Washington. Así se creó un centro en la Universidad de Virginia que debía dar una batalla a largo plazo, pues debía crear «una nueva escuela de economía política y de filosofía social». Se ha hablado mucho de la Escuela de Chicago, la cuna del neoliberalismo americano. Pero no se ha hablado tanto de esta Escuela de Virginia, dirigida por Buchanan, que es más bien la cuna del libertarianismo americano. La genealogía de MacLean muestra que este movimiento fue la estrategia por la que el sur norteamericano intentó por todos los medios impedir que el Gobierno federal de los vencedores se injiriera en sus asuntos. Tampoco es un azar que todo el conflicto del fin de semana se haya producido por la retirada de una estatua del general confederado Lee.

De este modo, se denunciaba la actuación del Estado en la vida social para preservar lo que Buchanan llamaba «la forma de vida», el «orden social» espontáneo y la construcción de la vida sobre la libertad individual. Durante mucho tiempo, este esquema fracasó en cuantas elecciones presidenciales se celebraron y ninguno de los presidentes republicanos se mostró cercano a una ideología que tendía a disminuir tanto como fuera posible el margen de actividad del Gobierno federal. Al contrario, contra las previsiones, la política siguió su camino aumentando los poderes presidenciales. Pero a partir del año 2010, las cosas cambiaron. Mientras tanto, diversos gobiernos desde Reagan hasta Clinton habían producido algo nuevo en Estados Unidos: el aumento exponencial de los billonarios americanos. Dos de ellos, los hermanos Charles y David Kock, decidieron tomar en serio el programa de Buchanan y gastaron cientos de millones de dólares en luchar contra Obama y su programa expansionista. Su divisa sigue siendo impedir que el Gobierno federal tenga el poder de intervenir en la libertad individual. Pero en realidad, su verdadera aspiración es que la democracia no pueda controlar el capitalismo.

Así se pueden movilizar los intereses altamente ideologizados de los blancos sureños, que brotan de las múltiples maneras en que se puede encarnar la épica de los derrotados, para ponerlos al servicio de fomentar un capitalismo desregulado. Pero para ello se necesitó incorporar a los partidarios de un mayor proteccionismo. Se trata de una acción en tres niveles. Uno, ese nivel popular, que arremolina un sentido irredento de la hostilidad al Estado americano; otro, esa exigencia de las clases trabajadoras de mayor protección; y un tercero, ese entramado de miles de fundaciones y think tank (como el Cato Institut, la Heritage Foundation, la State Policy Network, la Tax Foundation y muchas más) que se coordinan por el American Legislative Exchange Council. Éste inspira el proceso deconstructivo legal que han de emprender los representantes políticos afines en sus respectivos Estados federados. Un asiduo trabajador con estas fundaciones es el actual vicepresidente, Mike Pence. Todas ellas comparten una premisa: salvar el capitalismo de la democracia. Para ellas, el Estado se reduce al mantenimiento del orden y a la defensa militar. Ted Cruz era el hombre de este programa. Que en su lugar esté Trump muestra que los tres niveles de la estrategia todavía no se han compaginado bien. Atraer a los sectores ideologizados sureños, a los trabajadores blancos de las clases bajas con un hombre como Ted Cruz, es complicado. Pero realizar el ejercicio de demolición libertarianista con un hombre como Trump, también lo es. Sin embargo, tarde o temprano estas dimensiones se orquestarán. Y los aliados europeos deberán estar al tanto.