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Cocinar la trufa

Había concurso de cocina de la trufa en la jaula de cristal y luces que es el edificio Veles e vents, en el puerto de Valencia. Una torrentera de claridad se desbordaba desde el mar, un sol impúdico y dulce, de jubilado rico. El organizador de estas cosas es Javier Andrés, de un linaje de cocineros muy marcial: la abuela alumbró a la madre de Javier en pleno bombardeo de la aviación fascista y esa madre se convirtió, con el tiempo, en una de las primeras mujeres que recibió formación reglada como cocinera. Pioneros. Tal vez por eso en el jurado también está Bernd Knöller que tiene algo de trampero alemán y explorador extraviado entre la Bética y el Atlas. La disciplina es la clave de la cocina profesional y puede que de casi todo lo que vale la pena.

La trufa que trabajaron los concursantes es de Andilla, penúltima población -la última fue Viver, si mis datos son buenos- en incorporarse a su cultivo. Me dice la alcaldesa Consuelo Alfonso que la bellísima sierra de este pueblo (tiene roble valenciano) se recupera bien del incendio. La trufa ha logrado frenar el despoblamiento de Sarrión, que ahora cría esturiones. Ya tienen miles de alevines, vi algunos de buen tamaño en Gastrónoma. Los crían por la carne, no por el caviar. De momento.

Mi vecino Evarist Caselles es el gestor turístico por cuenta de la Dipu y me dice: «No hay que usar el territorio para llamar la atención por el producto, sino usar el producto para llamar la atención sobre el territorio». Primero, la gente y su lugar. Con los montes enmarañados, secos y rebosantes de jabatos, la trufa natural es bastante quimérica. Aunque yo vi a los podencos de El Toro hundir sus hocicos entre el musgo y las hojas muertas de un lejano invierno. Las trufas de Morella o de Culla, las de Andilla, acaban en Sarrión, de donde se las llevan los catalanes que trafican con el Perigord, que las reparte por el mundo después de duplicar precios. Ganó David Sebastián, de Masía de la Torre, Mora de Rubielos, otro mercado trufero. El respeto por el producto es algo que hemos de aprender más de los italianos que de los franceses.

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