A Clyde Tombaugh, el novato del Observatorio Lowell, con sede en Flagstaff (Arizona), le habían encargado la búsqueda de un planeta más allá de Neptuno. El 18 de febrero de 1930, hace justamente 88 años, observó incrédulo que algo había cambiado de posición en las dos fotografías de la misma región celeste que tomó unas semanas antes, los días 23 y 29 de enero. Un tenue puntito, perdido entre decenas de estrellas, apareció en la segunda imagen en una posición diferente a la de la primera, como si jugara al escondite. Así fue descubierto Plutón, al que se clasificó entonces como noveno planeta del Sistema Solar, aunque el anuncio oficial se hizo semanas después, tras las oportunas comprobaciones y la elección del nombre, que propuso una niña llamada Venetia Burney, cuya propuesta gustó a los responsables del observatorio, ya que las dos primeras letras coincidían con las iniciales de Percival Lowell, su fundador y mecenas. Fue uno de los grandes acontecimientos astronómicos de la primera mitad del siglo XX, ya que se pensaba en un planeta de gran tamaño que causaba anomalías gravitatorias en Neptuno, pero con el paso del tiempo se supo que Plutón era un mundo diminuto, más pequeño que la Luna, y en el año 2006 la Unión Astronómica Internacional (IAU) aprobó relegarlo a una categoría inferior, la de planeta enano, una decisión muy discutida que no comparten miles de astrónomos ni entiende buena parte de la sociedad, digan lo que digan los números. Hoy, tras la exploración del año 2015 por la nave espacial New Horizons, en cuyo interior fueron depositadas parte de las cenizas de Clyde Tombaugh, se cree que Plutón alberga un gran océano de agua bajo su inhóspita y helada superficie, un hallazgo sorprendente que lo convierte en uno de los lugares de mayor interés del Sistema Solar. Un mundo enano para las frías estadísticas de la astronomía oficial, pero un gigante en el ámbito de la exobiología, la disciplina científica que estudia la posible presencia de vida más allá de la Tierra.