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Mecenas y altruistas

De la ley de mecenazgo en España debe venir hablándose, prácticamente, desde que comenzaron las narraciones sobre el Diluvio Universal. A lo largo de los cuarenta años del régimen parlamentario español último no existe un proyecto legislativo tan fallido como este del mecenazgo, salvo si exceptuamos la inexistente ley de consenso para la educación o la enmienda constitucional para transformar el Senado en cámara territorial, que nunca ha pasado de las socorridas comisiones de estudio.

En esa frustrante ley de mecenazgo cayeron todos los ministros de Cultura que han sido, desde los tiempos de Ricardo de la Cierva y Javier Solana. Y no es que la cultura y el patrimonio del país se encuentren tan desamparados; no estamos en la época de Eric el Belga, aquel estraperlista de altos vuelos que llegó a llevarse del país trailers enteros con obras de arte. En España se ha llegado, incluso, a malvender piedra a piedra iglesias románicas -como la que puede verse en los claustros del Metropolitan de Nueva York-, pero estas trapacerías, al parecer, no pueden ocurrir ahora, entre otras razones porque contamos con una ley que protege el patrimonio histórico español.

Ya no se trata, pues, de salvar el patrimonio, sino de ponerlo en valor, rehabilitarlo, de hacerlo viable, útil, sostenible? Algo que cada vez es más difícil abarcar para el Estado como en su día lo fue para la Iglesia y, por lo tanto, se hace necesario contar con la ayuda de la iniciativa privada, de los mecenas. Y leyes de mecenazgo también tenemos, incluidas las autonómicas. El problema es que sus incentivos fiscales para promover el impulso cultural son ridículos. La propia Generalitat Valenciana reconocía hace escasos meses la necesidad de una reforma de su norma legal visto el fracaso de la misma, gracias a la cual no habían desgravado más que unos magros 132.000 euros anuales. Todo un fiasco.

La asunto de fondo, sin embargo, no parece residir en ofrecer más o menos rebajas en los impuestos. Tampoco en aumentar la presión fiscal y las desgravaciones al mismo tiempo. Lo que subyace a la cuestión es la posibilidad de una administración más directa de los fondos de la sociedad civil por la propia sociedad civil, que ésta tome la iniciativa frente al Estado y que, incluso, lo supla adonde no alcance. El debate, es obvio, tiene un componente ideológico.

Llegados a la encrucijada política hay quien cree, firmemente, que el Estado es el mejor garante de la ecuanimidad y la administración de los bienes comunes. La izquierda lo ha creído históricamente, y las dictaduras en particular lo han impuesto, e incluso una parte importante del pensamiento más conservador apunta a ello. En cambio, moderados, liberales y la facción abierta y moderna de la socialdemocracia creen antes en el individuo que en el Estado, y no solo por razones de eficiencia y productividad.

La apuesta por la sociedad civil no ha de significar, en ningún caso, que la administración pública renuncie a su papel como planificadora e inspectora de lo comunitario, aunque estamos lejos de considerar que sea la única garante del interés general. Resulta muy chocante, por ejemplo, que en materia urbanística nuestro ordenamiento jurídico defienda la expectativa del beneficio privado antes que el proyecto público, mientras en lo relativo al altruismo privado siempre actúe sospechando intereses egoístas como si el desprendimiento material fuese de naturaleza exclusiva de políticos y funcionarios.

Lo hemos visto en Valencia hace escasos días, cuando el Ayuntamiento no ha considerado conveniente proteger el cine Metropol que diseñó Javier Goerlich, y lo mismo ha pasado con otros muchos edificios, particularmente con la buena arquitectura del siglo XX a la que no ha sido sensible la municipalidad. En cambio tenemos un ejemplo modélico en el campo contrario, un ejemplo de cómo una iniciativa privada toma un edificio contemporáneo en ruinas, abandonado, sin valor artístico pero de enorme potencia y singularidad tipológica, una antigua fábrica-almacén de bombas hidráulicas, y no solo lo convierte en un espectacular centro de exposiciones artísticas sino que anda liderando todo un plan de revitalización para un barrio periférico sin infraestructuras ni culturales ni sociales.

Ese ejemplo no es otro que el de Bombas Gens, el complejo fabril que proyectó Cayetano Borso y cuya costosa operación no se ha llevado a cabo por razones fiscales provenientes de leyes de mecenazgo. Lo que revierte a sus impulsores consiste, en cambio, en una elevada cantidad de satisfacción personal y de reconocimiento público que, a buen seguro, surtirán el efecto de un aumento de los esfuerzos altruistas, los de la Fundación Per Amor al Art que se encuentra tras el proyecto.

Lo mismo o más puede decirse de las iniciativas que de manera filantrópica impulsan Juan Roig y su esposa Hortensia Herrero, las cuales comprenden desde el patrocinio a la práctica de las carreras pedestres por toda la ciudad y conseguir que Valencia sea una gran referencia mundial del running, hasta la restauración de valiosos monumentos como el Colegio del Arte Mayor de la Seda y, sobre todo, de las impresionantes pinturas al fresco de la Iglesia de San Nicolás.

No muy lejos, otro empresario altruista, Enrique Montoliu, ha creado Fundem, con la que a partir de un jardín mediterráneo situado entre Pedreguer y Dénia de 50.000 m2, ha empezado a comprar terrenos rústicos a lo largo de la Comunidad Valenciana para preservarlos y reforestarlos. Tras décadas de agresiones a nuestro medio ambiente y de profanaciones del paisaje natural, a pesar de la ley valenciana de protección del paisaje, es incomprensible que Fundem no reciba las ayudas públicas y el impulso fiscal que su proyecto sostenible merece.

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