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La flor de la canela

La muerte de María Dolores Pradera me empuja a lo que siempre me había resistido: comentar públicamente lo que fue aquella tertulia mía de hace tantos años. Era algo tan íntimo, tan especial y tan hermoso... Mediaban los años 50 y, hasta bien entrados los 60, cada sábado, desde las diez y media de la noche hasta las cuatro o las cinco del domingo manteníamos una «tertulia» auténtica, sin atropellamientos ni interrupciones: en franca, ilustrativa conversación sobre lo divino y lo humano, como suele decirse. Éramos un grupo de universitarios, estudiantes aún o con la carrera recién terminada. Entre los asiduos, el que luego ha sido personaje egregio, Francisco Tomás y Valiente (para nosotros, simplemente Paco Tomás), cuyo vil asesinato nunca he llorado bastante; Francisco Ors, (revelado más tarde como buen autor teatral, aunque con poca continuidad); Fernando Vidal (que ocupó brevemente una conselleria en el primer gobierno autónomo); Víctor Manuel Gimeno (excelente pintor y catedrático de Bellas Artes); Paco Jarque (que cruzó el océano para ser profesor en una universidad canadiense). De cuando en cuando aparecía Pepe Iborra, cuyos libros saboreo ahora con deleite. Se dejaban caer alguna vez Doro Balaguer, Monjalés y otros más fugaces. Pero el núcleo inicial permaneció mucho tiempo. Un café, unas galletas y unas copas de coñac (la economía no daba para más), envueltos en humo de cigarrillos (entonces no era pecado fumar) acompañaban las largas horas de charla con el viejo tocadiscos en el que sonaban todas las voces de la «chanson»: Brassens, Brel, Juliette Greco, Ives Montand, Gilbert Bécaud, Patachou, pero también Django Reinhardt o Atahualpa Yupanqui y María Dolores Pradera, que por entonces empezaba a profesionalizar su faceta de cantante, separándose gradualmente de la de actriz, ejercitada notablemente en teatro y cine.

Precisamente se encontraba en València representando una obra que no recuerdo cuando la conocí y la invité a compartir una de aquellas veladas interminables. No solo aceptó, sino que trajo consigo un acompañante, también actor y músico (siento no haber retenido su nombre) con la guitarra en mano. La reunión era en mi primera casa, en la que nací: frente a la torre de Santa Catalina. 86 escalones, cuatro pisos sin ascensor no fueron obstáculo. Y la bella, inconfundible voz de María Dolores Pradera sonó en la lejana noche tan solo para aquellos jóvenes que la escuchamos, cautivados además por la sencillez, inteligencia y claro juicio de una mujer que no se comportaba como una diva, sino como una de nosotros. Nunca olvidaré aquella noche, que ahora revive al dar mi emocionado adiós a esta artista que, con su cristalina versión de tantas canciones, ha puesto banda sonora al imaginario colectivo a lo largo de muchas décadas y muchos aconteceres de nuestra historia. Como tampoco podré olvidar aquella tertulia irrepetible que tanto ha influido en nuestra evolución personal, y de la que ¡ay! quedamos tan pocos.

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