Es insoportable este estado de crispación permanente en el que se normaliza el linchamiento hacia quienes piensan diferente, se sitúan fuera del blanco o negro o reflexionan más allá de la provocación.

Ha llegado el momento de negarnos a aceptar el maniqueísmo barato de considerar enemigos a quienes no comparten nuestra manera de ver el mundo, el de negarnos a entrar en el paradigma del miedo y de la permanente amenaza. Total, ¿para qué? ¿Para defender los intereses de quién?

Existe un mecanismo psicológico que explica que lo que no soportamos en otras personas es precisamente aquello que no somos capaces de aceptar o permitirnos a nosotros mismos. Esta sería la base del cinismo que, aplicado a la política, resulta devastador al lanzar a la sociedad mensajes cargados de odio e intolerancia. Como cuando el Partido Popular o Ciudadanos se llenan la boca defendiendo «la libertad» para unas cosas, pero al mismo tiempo la restringen en relación al aborto, a los derechos de las mujeres, de la personas migrantes, del colectivo LGTBI, con el anticatalanismo o atacando la diversidad lingüística.

Después de tres años en vigor de la Ley de Seguridad Ciudadana (la ley mordaza) y del endurecimiento de penas por delitos de enaltecimiento del terrorismo se evidencia que, con el argumento de preservar el orden público y garantizar la seguridad, ha funcionado como una herramienta de control social y de represión de la libertad de expresión, de creación artística y del derecho a la información que criminaliza la disidencia ideológica.

Lo demuestran los casos contra Zapata, titiriteros, César Strawberry, Valtonyc, Hasel, La Insurgencia, Cassandra Vera, Arkaitz Terrón, Evaristo y hasta una treintena más de condenas; la censura de la exposición Presos políticos en ARCO 2018 o las persecuciones cotidianas que cuestionan la españolidad de cualquiera cuando no comulga con los preceptos del imaginario más conservador del nacionalismo español.

Para frenar esta amenaza a la normalidad democrática tenemos que comprometernos con la defensa de la cohesión social como valor fundamental y con el desarrollo de políticas públicas para la mejora de la convivencia, con estrategias de mediación y espacios de encuentro desde los que trabajar lo que nos une y nos interesa colectivamente.

Porque a convivir se aprende conviviendo, en la interacción con personas con características y situaciones vitales muy diferentes a la propia pero, en realidad, con necesidades y anhelos muy similares. Desde las instituciones tenemos la responsabilidad de implicarnos activamente para generar el clima de confianza y generosidad que permita que aquellos grupos o colectivos en conflicto puedan avanzar en el entendimiento mutuo a partir de la empatía, la escucha y el logro de consensos.

Interioricemos y pongamos en práctica en todos los ámbitos de actuación, tanto personal como política, estrategias de pacificación de la convivencia. De ello, y no de los discursos grandilocuentes, dependerá en buena parte que resolvamos los conflictos sociales y de convivencia, las situaciones de exclusión y discriminación que tienen lugar en nuestras ciudades. Y ahora, hoy, este reto tiene que ser también una de las prioridades para el nuevo Gobierno de España.