Tenemos, en general, un problema con la libertad de fondo, la de verdad. La que tiene que ver con decisiones importantes sobre la vida, pero también sobre la muerte. Nuestra sociedad, profundamente marcada por el dirigismo mediático y tecnológico, nos dice que somos libres para elegir entre múltiples canales televisivos que más o menos ofertan lo mismo, o para decidir la configuración de nuestro móvil y el perfil de Facebook.

Pero para lo importante, cómo configuramos nuestra cotidianidad, la comunicación interpersonal y nuestro proyecto de vida, para eso no hay libertad sustancial, estamos muy condicionados por las pautas ideológicas y tecnológicas del tardocapitalismo, con su férreo control sobre nuestra comunicación, trabajo y ocio. Pues al igual que debemos luchar por recuperar, hasta donde podamos, una mayor libertad en las formas de vida individual y colectiva, lo que llamamos la vida buena en la tradición filosófica, también hemos de agradecer los importantes avances hacia la libertad en el morir, que no es en absoluto una defensa del suicidio, sino todo lo contrario: culminar una vida buena conscientemente vivida con la garantía de un buen morir.

¿Qué es una buena muerte? Pues aquella cuyas condiciones terminales y su punto final elegimos libremente, con el apoyo de las leyes y la sanidad pública. La que garantiza que cualquier ciudadano puede solicitar tanto que se le alargue la vida todo lo posible a través de la medicina tecnológica, que permite ir supliendo los fallos de nuestro organismo terminal o, por el contrario, que no se sustituyan las funciones vitales que nuestro cuerpo ya no puede realizar, recurriendo solo a la asistencia paliativa para evitar el sufrimiento y, si así se desea, facilitar la muerte en procesos terminales irreversibles.

Todo ello viene a cuento porque el PSOE finalmente ha iniciado el trámite para aprobar una ley que regule, en detalle y con todas las garantías necesarias, un tema tan importante como es la libertad de elección en el proceso del final de la vida. Yo siempre he pensado que una buena vida se merece una muerte digna, libre y consciente, y que una sociedad no alcanza su madurez mientras se siga cayendo en paternalismos doctrinales en este ámbito. Me refiero especialmente a la postura del PP y, claro, a la propia Iglesia, que no acaba de comprender que la muerte es cosa de cada individuo, y que la sacralidad de la vida -ellos se refieren solo a la humana-, no se lleva bien con su prolongación artificial; ni resulta evidente que el sufrimiento en procesos terminales tenga algo que ver con la redención o la santidad que, por otra parte, a los no católicos les resulta bastante indiferente.