En el Mundo Antiguo se creía que lo mejor había ocurrido ya. Era la «edad de oro» y representaba un momento de dicha y perfección con el que se medía el presente, siempre con desventaja. Seguramente fue una forma nostálgica de la memoria para la que todo tiempo pasado era mejor. En cualquier caso, con la espera judía del mesías y la confianza cristiana en la salvación final, el futuro ganó en occidente una centralidad y prestigio cultural que no había tenido antes: lo mejor estaba por llegar, y esa expectativa de lo mejor se encarnó en una nueva visión del tiempo, la esperanza.

Los ideales políticos y morales de la Ilustración y los avances tecnocientíficos secularizaron la esperanza en el ideal del progreso. Más tarde, la aspiración marxista de poder hacer profecías científicas del futuro lo convirtieron en contradictorio: estaba por llegar, pero ya no era lo posible sino lo necesario, como el pasado. Pero un futuro necesario se parece al destino y puede prescindir de la esperanza.

Todavía participamos del ideal del progreso, aunque ya con cierta resignación: el paraíso no queda tan a la mano de la ciencia y la tecnología como esperábamos. Sin embargo, de continuo aparecen nuevos vaticinios de bienaventuranzas futuras e inminentes: la inmortalidad, la cura de enfermedades y, sobre todo, nuevos escenarios sociales y tecnológicos.

Lo malo es que muchas de esas profecías se hacen antiguas antes de cumplirse, se las come el tiempo, y en particular el presente. De hecho, la aceleración de los avances tecnológicos ha tenido un efecto paradójico: el futuro se nos queda obsoleto antes de haberlo realizado por la velocidad de las innovaciones que adelantan de continuo al presente. Es como si el futuro se nos quedara atrás constantemente y se confundiera cada vez más con el pasado. Así que el futuro ya no es lo que era porque nuestro tiempo ya no parece lineal. Ahora, más bien, el pasado y el futuro quedan detrás del presente, que se ha convertido en una plenitud del tiempo que no requiere espera y supera incluso a los futuros que habíamos imaginado.

Sin embargo, no ocurre por igual en todos sitios. Hay países y regiones que nos parece que están atrapados en el pasado precisamente porque no se les ve mucho futuro. Así que el futuro puede tenerse o no, y hay personas y lugares con más o menos futuro, y otros que parece que no tienen ninguno. Se podrían hacer «mapas del futuro» como los meteorológicos, para representar mediante isobaras las regiones del mundo con altas o bajas presiones de futuro. Podrían servir las fotos nocturnas de satélites que dejan ver las zonas iluminadas del planeta, pero serían más exactos lo mapas de los movimientos migratorios. Los seres humanos migran hacia los lugares con futuro y huyen de allí donde no lo encuentran.

Es sorprendente que allí donde se concentra el futuro disminuya el número de los nacidos, mientras que donde no hay futuro sean muchos más los que nacen. Los niños son la forma social más elemental del futuro, pero los países ricos son muy pobres en esta forma de futuro. Una sociedad sin hijos corre el peligro de volverse indiferente al futuro porque decae la capacidad de sacrificar en el presente para asegurar un futuro que no se vivirá. Sin la experiencia de la paternidad el futuro se debilita como motivo de responsabilidad. Las sociedades occidentales son más proclives a multiplicar sus -impagables- deudas porque están más dispuestas a sacrificar el futuro en orden al presente, mientras que tener hijos hace sentir lo que ocurrirá en el futuro como más propio.

Pues bien, tiene futuro lo que da de sí, es decir, lo que no se ha agotado ni consumido, lo que crece o se multiplica. De lo que nos parece que tiene mucho futuro solemos decir que es «prometedor». De hecho, el que promete se apropia de un futuro del que no disponía para darle la forma de su libertad, de su determinación. Por eso el hombre es, al decir de Nietzsche, el ser que promete. Si el futuro ya no es lo que era es porque vivimos una crisis de lo prometedor, y porque en lo personal los futuros se nos mueren antes de cumplirlos.

La promesa está en crisis porque requiere incondicionalidad. Quien promete dice que el tiempo pasará, pero su palabra no pasará. Hay futuro mientras no se deja caer como lo que fue posible, es decir, con la forma del pretérito imperfecto. El futuro se convierte en lo que fue o pudo haber sido cuando se abandona, pero eso es precisamente lo que nos comprometemos a que no ocurra con las promesas. La confusión entre pasado y futuro más radical es la antropológica, y deriva de la incapacidad de prometer, es decir, de la incapacidad de lo incondicional.

La esperanza es la confianza en un futuro prometedor. En cambio, el miedo es el temor a un mal posible. La procuración de lo primero y la evitación de lo segundo son la materia de los esfuerzos humanos por controlar la suerte que vamos a correr. La suerte es lo que se echa o lo echado (alea jacta), pero si se quiere asegurar la suerte entonces se prepara (pro jacta), y eso es un proyecto: la anticipación de la suerte para conducirla. El trabajo humano es proyecto, anticipación del futuro para evitar la causa del miedo y propiciar los motivos de la esperanza.

Tiene futuro, pues, quien tiene esperanza y es capaz de prometer y proyectar. Además, tener futuro, es decir, ser prometedor, es ser joven. No tiene futuro aquel al que el futuro es algo que le pasa. La juventud biológica es la menos -esencialmente- joven porque es más bien algo que nos pasa, salvo que esté repleta de esperanzas, promesas y proyectos. En realidad, solo tiene futuro el sujeto capaz de prometer, esperar y proyectar porque son los modos humanos de entrar en posesión libre del futuro, de tener futuro. Y en occidente, pese a las apariencias, nos estamos quedando sin futuro.