En la docencia necesitamos estabilidad, pero, por desgracia, curso tras curso nos empeñamos en redescubrir América con improvisadas leyes educativas. Lo más importante que aprendí de mis profesores fue a leer, a reflexionar y a desarrollar la capacidad crítica para no ser manipulable. Ahora se está produciendo una carrera enloquecida por ofertar más inglés y digitalizar el aprendizaje. Las humanidades, disciplinas básicas en la enseñanza, están muy descuidadas.

Cervantes ya nos avisó en el Quijote: no hace falta buscar las lenguas extranjeras para declarar la alteza de tus conceptos. Lluís Vives en el siglo XVI defendía los estudios en lengua materna. Afirmaba que la bondad era clave en una enseñanza que debía de adaptarse al nivel y al ritmo del alumnado. El humanista valenciano impulsó la cultura de la mujer; el machismo latente en nuestra sociedad actual solamente se erradicará con una buena formación. Juan Lorenzo Palmireno, humanista alcañizano muy vinculado a Valencia, alcanzó fama como profesor de distintas disciplinas e impartió clases durante veintisiete años. Su máxima era enseñar deleitando. En 1568 proponía una educación humanística, libre y global. Concebía la educación como instrumento de progreso social; pretendía ofrecer al aldeano la posibilidad de medrar. Afirmaba que las letras se estudian para que un hombre sea más avisado, afable y provechoso. Intentaba que sus alumnos supieran adaptarse al mundo en el que vivían. Recomendaba la conversación en las clases. Pensaba que los profesores debían llevar una vida austera y honesta.

Supuestamente, lo último en la enseñanza es la gamificación, horrible anglicismo que equivale a aplicar dinámicas de juego en el aula, algo que ya aconsejaba Froébel en el siglo XIX. María Montessori, a principios del siglo XX, nos hablaba de niños con desarrollos mentales más lentos. Nos decía que las escuelas formaban para la vida, por tanto, los educandos debían de aprender a desenvolverse en su medio. John Dewey, en 1915, concluyó que no hay que acumular conocimientos, sino desarrollar capacidades. Concebía los centros educativos como promotores de cultura.

La Institución de Libre Enseñanza, que funcionó en España de 1876 a 1936, fue un gran modelo educativo. Introdujo avanzadísimas ideas pedagógicas. Los estudiantes asistían a clases según sus niveles. Se intentaba formar alumnos íntegros con ganas de aprender. La rutina y la pasividad eran combatidas. La ILE pretendió elevar el nivel sociocultural de España, algo que todavía no hemos conseguido y que no lograremos dejando de lado las humanidades. Esta institución fomentaba aprender a aprender, se premiaba el esfuerzo personal y la reflexión. La cooperación con las familias resultaba fundamental. Las aulas se organizaban en talleres; el maestro dirigía y los alumnos aprendían familiarmente. La teoría se experimentaba con prácticas. La creatividad, los juegos y las actividades al aire libre se consideraban primordiales. El maestro no debía convertirse en un burócrata. En la ILE no eran partidarios de libros de texto ni de memorizaciones excesivas. Las clases duraban cuarenta y cinco minutos con descansos de un cuarto de hora.

Pocos reparan, en el cortoplacismo y la inminencia en la que vivimos, en que los problemas más graves de nuestra sociedad solamente se solucionarán a largo plazo con un buen sistema educativo. Cada persona que formemos íntegramente será una garantía de futuro. Urge un pacto educativo; dejemos de pensar que es una quimera, ya que la mejor herencia para las futuras generaciones es la educación. Están en juego nuestro futuro como sociedad y nuestros valores occidentales. Pongámonos manos a la obra. Sin educación, nunca apreciaremos la cultura.