El Gobierno quiere prohibir la venta de coches de gasolina, diésel e híbridos para 2040. La intención es buena, pero hay que analizar en detalle aspectos de contexto para valorar el posible éxito de la propuesta. Me explico: queremos avanzar hacia lo correcto, pero no nos gustan las medidas necesarias para lograrlo, ni es evidente que los políticos tengan suficiente poder para llevarlas a cabo.

El acuerdo climático de París, que es el marco general en el que se ubica este proyecto, plantea la casi total descarbonización para 2050, tratando de evitar así lo peor del cambio climático, un aumento de las temperaturas por encima de los 2 grados centígrados. La descarbonización acelerada de nuestra economía fosildependiente es un proyecto revolucionario, pero nuestro contexto social no lo es en absoluto. De manera que no todo lo deseable y posible sobre el papel es cultural y logísticamente viable. No deseamos emitir CO2, pero sin embargo queremos crecer; de hecho las emisiones globales aumentaron en 2017, tras permanecer tres años contenidas.

En la misma línea de no querer renunciar a nada, la ley de Cambio Climático y Transición Energética pretende ser ambiciosa en el impulso del coche eléctrico, pero no cuestiona el modelo de movilidad privada, ni aborda la necesaria inclusión del transporte aéreo y marítimo en el cálculo de reducción de emisiones. Tampoco discute el actual modelo de globalización ni sus objetivos de crecimiento. Está, sin embargo, demostrado que es imposible -en el plano real, no en los papeles- seguir creciendo globalmente y a la vez bajar nuestro impacto ecológico. El aumento de la eficiencia en el uso de la energía y de los materiales se expresa a través de una curva en ascenso que progresivamente se va aplanando con el tiempo, mientras que la del crecimiento debe mantenerse bien recta y siempre ascendiente. No es, por tanto, realista defender el desacoplamiento entre consumo de energía fósil -con sus emisiones- el crecimiento económico. Recordemos que las renovables en su conjunto son mucho menos eficientes que las fósiles. Por otra parte encontramos importantes dificultades como la competitividad propia de una economía de mercado, la deslocalización productiva, o la ausencia de una gobernanza global eficaz que pudiera facilitar estos ambiciosos objetivos.

Así pues, no parece viable una transición energética que no cuestione nuestro modelo de consumo y de crecimiento sostenido. Sería obviar demasiadas evidencias sobre nuestra actual situación de translimitación de la huella ecológica planetaria, y por supuesto la del Estado español. Por tanto, más que hablar de desarrollo sostenible, habría que avanzar en la mejora de la vida y del reequilibrio ecosistémico haciéndolos compatibles con el inevitable y progresivo decrecimiento de la economía.