Nunca pensé que iba a decir algo así en esta Cámara y menos a un diputado del PP, pero le echaremos de menos y le diré algo que es una de las cosas más bonitas que se puede decir: es usted una buena persona y le pone calidad humana a este sitio». Se lo decía en el Congreso el diputado de Unidos Podemos, Alberto Rodríguez, al diputado del PP, Alfonso Candón, en la despedida de éste tras renunciar al acta para incorporarse en el nuevo parlamento andaluz. Después de numerosos elogios, el diputado popular respondía: «Dejo muy buenas personas aquí, por encima de la ideología están las personas y ahora hay que seguir trabajando por el interés de los ciudadanos y de España».

Una anécdota que hacía de contrapunto a la crispación política que se vivió en esa misma sesión teniendo en cuenta que, esto ocurría el miércoles pasado en el pleno monográfico sobre Cataluña y la negociación del Brexit. Un pleno en el que abundó la bronca política y las pocas ganas de los principales partidos de la oposición, PP y Ciudadanos, de ponerse al lado del Gobierno para hacer frente al desafío independentista. Algo que, por otro lado, sí que hizo en su día Pedro Sánchez cuando Rajoy era presidente. Un pleno, cargado de actitudes y discursos muy polarizados que en realidad sirvieron para poner de manifiesto que la vida púbica española se encuentra en horas bajas, muy bajas. Un pleno que dejará grabado en el diario de sesiones del Congreso y en la memoria de la ciudadanía, la degradación del noble ejercicio de la política al entender que a mayor crispación más rédito electoral.

Aunque, tampoco sorprende lo que en realidad no deja de ser una manifestación más de esa nueva política que está articulándose desde los extremos; caracterizada por la escasez de argumentos, en la que los debates pierden profundidad y hablar de los verdaderos problemas de la sociedad ya no es lo prioritario; que entiende la conquista del poder como lo realmente importante, sin reparar en los costes sociales que pueda suponer. Ello, con el agravante de que crece por momentos y lo hace renunciando a la ética sobre la cual debería orientarse. Esto es, renunciando a administrar el poder público en beneficio del bien común, poniéndolo al servicio de los derechos y de la dignidad de las personas, de la construcción de una sociedad igualitaria y libre.

Así, mientras la ciudadanía adolece de numerosos problemas a los que debería estar dedicado el parlamento prioritariamente, la cuestión nacional sigue marcando la agenda desde los límites. El independentismo ubicándose fuera de la legalidad al pretender la ruptura del Estado y el centralismo porque busca volver a un modelo territorial reminiscente de otros tiempos -un trabajo en el que se está empleando a fondo el nuevo PP de Aznar- que acaba dibujando un escenario de confrontación frente a la necesaria aportación de soluciones. Dos extremos todo punto contrapuestos, incapaces de contribuir con alguna salida que pueda resultar razonable en un momento en el que se hace más necesaria que nunca la defensa del Estado autonómico. Sobre todo, porque éste es el resultado del gran acuerdo político que supuso la Transición y porque a través de él, se ha podido articular una distribución del poder que ha servido para generar cohesión territorial, social, histórica, cultural y política. Pretender romper el modelo autonómico también es romper con todo eso. Minimizar las autonomías desde la recentralización como respuesta al desafío independentista, además de ser un grave error, es romper con el consenso constitucional.