A lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, muchos investigadores y sociólogos quisieron entender el hecho religioso desde las distintas culturas, especialmente aborígenes, que iban descubriendo; y hacer una historia comparada de la religión como un mito.

Pero la historia de las religiones muestra siempre la búsqueda de la divinidad por parte del ser humano. Los grandes profetas serían los mensajeros, los iluminados por esa divinidad (o si se es más escéptico, por el coeficiente intelectual y una vida más plena que la del resto de los mortales). Seres, en definitiva, capaces de adentrarse en el corazón humano y, desde una perspectiva disruptiva, entrever un camino, más o menos andadero, para llegar a una cierta armonía con el entorno. Y éste sigue siendo el ideal de los que propugnan una religión universal imbuida de buenos sentimientos, pero carente de fundamento.

Sin embargo, tal relato no se puede aplicar, sin caer en visiones burdas, a la religión cristiana que tiene una singularidad: su fundador no es meramente un anunciador, un gestor de la cosa humana, sino que tiene la osadía de proclamarse a sí mismo “Hijo de Dios”, venido del Cielo, y redentor de todos los hombres. Un Dios lejano que, sin embargo, no se queda en lontananza, sino que entra de lleno, Él mismo, en la historia. No mira desde la azotea ni otea el devenir de la historia, sino que se hace él mismo historia, acontecimiento. Es un Dios creador que, a su vez, se hace criatura. Tal cosa resulta inimaginable para la mente humana, por muy calenturienta que sea. Y es normal. Porque supone una osadía inaudita. Se implica de tal modo en la historia que, como dice el refrán, y nunca mejor dicho, vino a por lana y salió trasquilado. Ya no somos errantes en búsqueda de algo que resulta, cuanto menos, vago y veleidoso, con múltiples respuestas culturales. Ahora somos peregrinos que viajan hacia un destino eterno reconocible.

Esta grandiosidad sigue percutiendo hoy día con la misma rabiosa actualidad de hace dos mil años, aunque muchos de nuestros coetáneos desconozcan esta singularidad o la metan en el baúl de los mitos: una búsqueda de Dios de modo imaginativo y esotérico.

La Navidad nos trae a la mente, y al corazón, no solo la idea, el concepto abstracto, sino la historia de un Dios que se implica en su totalidad, por amor a cada uno de nosotros. Como dice Chesterton en El hombre eterno, “fue una conjunción de dos estrellas en nuestro horóscopo particular. La omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia, forman definitivamente una especie de epigrama que un millón de repeticiones no podrán convertir en un tópico. No es descabellado llamarlo único. Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos se tocan”.