Con frecuencia, leemos en los periódicos una carta al director en la que alguien agradece al personal sanitario el trato y la atención dispensados a algún familiar ingresado. También es habitual que, tras un accidente o atentado, se agradezca a los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado su dedicación y esfuerzo. O que, tras la devastación de un incendio, alcaldes y vecinos reconozcan el trabajo extenuante de bomberos y voluntarios. Y en estos agradecimientos se agradece la intención, más allá de que el familiar finalmente haya fallecido, o que nada se pudiera hacer por las víctimas como no fuera ofrecerles el respeto debido, o que el monte luzca arrasado tras el paso desolador. de las llamas.

Digo esto porque, ahora, como todo el mundo en la ciudad (falleros, vecinos, oposición, hosteleros y administración) se está dando leña a cuenta del «despadre» o «desmadre» festivo y su corolario de mierdas y meados, desmanes contra el «matrimonio» o «patrimonio» de la ciudad, amén de la multitud avasalladora e invasora de propios y visitantes, más toda la gama de ruidos oficiales y clandestinos, digo esto, digo, porque me gustaría agradecer en estos momentos de menor alboroto a la legión de camareros y limpiadores sus servicios. El suyo es un trabajo un peldaño por debajo del de Sísifo, siendo éste una maldición. He visto multitudes de camareros sirviendo cervezas y acarreando bocatas hasta el amanecer, limpiando mesas y recolocando sillas, vaciando ceniceros para, vuelta a empezar , servir calderos de arroz meloso y renovadas jarras de cerveza. He podido contemplar equipos de limpiadores arrastrando montañas de basura, como el niño de S.Agustín acarreaba granitos de arena en la playa, a los camioncitos del chorrito y la escobilla baldeando aceras sin parar, a trabajadoras uniformadas llenando contenedores sin descanso, cepillando charcos inmundos hasta la extenuación y durante horas. Tras el agradecimiento se impone una conclusión: si la ciudad está hecha una mierda durante estos días no es porque haya pocos limpiadores o porque limpien poco, sino porque muchos, demasiados, ensucian demasiado, mucho. En fin: con las Fallas nunca tuve un dilema (si o no), sino una antinomia: estoy deseando a la vez que lleguen y que se pasen, que venga la gente y que se vaya, irme y quedarme. Como Casado, que es «casi» valenciano, debo ser «casi» fallero. Otra vez en fin (¡a ver si acabo!): ante la pregunta leninista ¿qué hacer?, sólo se me ocurre una respuesta stalinista: algo intermedio entre el estado de sitio y el toque de queda. Y ¡salgan meados de casa!