El domingo Massimo Cacciari escribía en L´espresso un artículo titulado «Patria Europea» donde planteaba la cuestión de si Europa podía ser una patria. Él cree que hay necesidades sentimentales de identificación que van más allá de las dimensiones racionales de la vida. Desde estas, resulta claro que entramos en una época de grandes espacios políticos y será inevitable que estas grandes unidades homogéneas mundiales generen aspiraciones imperialistas. Si Europa se disuelve en pequeños países, será víctima inevitable de aquellas. Pero nadie se fía de los argumentos unilateralmente racionales. El naufragio británico lo ha demostrado. Los republicanos racionales de Weimar sabían que el final de su democracia llevaría a la tragedia. Eso no generó energías suficientes para evitar el abismo.

Lo mismo sucede hoy. Si alguien quiere ser una nación autodeterminada, que se mida con China o con India, porque esos son los parámetros. Hace dos siglos se podía soñar en fundar una nación es una esquina del mundo, pensando estar a salvo de los poderosos. Hoy eso no funciona. Los poderosos están equidistantes y ya no hay esquinas. El camino racional es mantenerse unidos en federaciones firmes. Ese camino será transitable en la medida en que no se vean heridos los sentimientos. En situaciones de estrés, en esas épocas intermedias en las que nacen los monstruos, nada más sensible que la piel. Cacciari tiene razón. La política no será nunca un mero «calculemos». La teoría de la decisión racional, que la ideología neoliberal quiere imponernos como modelo, parece la más inhumana de las utopías. Quizá se adelante por un siglo a un mundo en el que todo esté mecanizado, cuando los humanos tengamos que atenernos al frío corazón de las máquinas, como antes, en el fordismo, ya adaptamos nuestros cuerpos a sus engranajes. Mientras, nadie parece dispuesto a seguir ese camino.

El problema comienza ahí. «Grandes mitos han habitado siempre en el fondo de los grandes proyectos o diseños políticos», asegura Cacciari. Afortunadamente, una racionalidad desencantada ha puesto muy difícil la forja tecnificada de grandes mitos. En realidad, no he dejado de recordar al añorado Furio Jesi mientras leía su artículo. Si reflexionamos un poco, el Brexit ha sido resultado de una constelación de miserias y malestares reunidos. No recuerdo que nadie haya invocado un mito potente. Si comprendo bien, del mito, en el sentido existencial del término, capaz de movilizar energías poderosas de la voluntad, identificaciones ideales suficientes para fecundar una adhesión perenne a la vida, aquello que Sorel llamaba mito político, de eso no hemos visto ni oído nada. Desconocemos la manera en que una sarta de mentiras se puede transformar en mito, pero sospechamos que se requiere algo más que repetirlas.

Cacciari reclama «mitos que estén en el fundamento de la ética», y sugiere que es preciso ir más allá del imperativo categórico kantiano para ofrecer a Europa algo que pueda hacer de ella una patria; mitos que fundamenten hábitos, formas de vida, costumbres, que invoquen pasados inmemoriales en los que sigamos habitando. En su opinión, los demás grandes espacios mundiales tienen esos mitos. La gran madre Rusia, que recoge los cadáveres de sus hijos tras la batalla, la tierra del centro en el imaginario chino, la fuente de la espiritualidad del mundo hindú, por no hablar del «Pioneer» americano, siempre buscando ir más allá de cualquier frontera. Son imágenes que ordenan la vida porque ofrecen un horizonte colectivo, compartido. La pregunta no es si las tragedias históricas que padeció Europa han destruido todo mito común, sino más bien si esas tragedias acaso no se produjeron porque ese horizonte mítico no existía. Europa se ha forjado desde hace demasiado tiempo desde el poder de sus Estados. No es un azar que su forma de operar fuera «razón de Estado», una potencia calculadora, anti-mítica.

No disminuyamos por tanto la dificultad de la cuestión. Si lo que Europa necesita es un mito para ser patria, no tendrá fácil hallarlo. Cacciari lo reconoce. Gramsci dijo un día: «Europa quiere tener el barril lleno y la mujer borracha». Hacía referencia a gozar de las ventajas del fordismo y además mantener las poblaciones privilegiadas. No se puede tener todo, la ciencia, la técnica, la racionalidad del Estado y además un mito común. Y sin embargo, Schmitt dijo un día que hay tres mitos europeos modernos: Hamlet, don Quijote y Fausto: uno anglicano, hoy renovado con esa duda permanente de salir de Europa pero sin saber cómo; otro católico, que es don Quijote, el mito de la melancolía, de la fijación al pasado; y el otro reformado, el de Fausto, que se deja seducir por la ciencia y la plena inmanencia del tiempo, y encara el sufrimiento que conlleva.

Sí. Europa padece una inseguridad mítica y apenas podemos identificar otra cosa que inquietud en ella. Si algo une los tres mitos invocados, es el misterio del tiempo y la actitud ante él. Un tiempo desglosado en sus tres dimensiones. Hamlet, como la inquietud del presente desorientado en sus indecisiones; don Quijote, como la desolación de una edad dorada perdida; Fausto, como el frenesí de un futuro siempre abierto e inseguro. Si Europa se sostiene en algún mito es, desde su origen, en el mito del poder del tiempo sobre los dioses y los hombres, un tiempo que impone el destino de que los dioses mueran. Sin duda, parece que el mito del tiempo, aunque fue el primero, es propio de viejos. Europa lo es, no porque haya vivido más, sino porque ha vivido de forma más intensa; no ha vivido más, pero lo recuerda todo. Si el mito implica alguna forma arraigada de vida, ¿cómo echar raíces sobre el gélido viento del tiempo? Ni siquiera sabemos si la estructura de ese tiempo es la del viaje dantesco, el candidato que prefiere Cacciari.

Ante nosotros surge la experiencia de una historia abierta. Durante buena parte de ella, Europa forjó instituciones para neutralizar lo indomable del tiempo y eso fue el catolicismo, la aspiración de incrustar la eternidad en la fugacidad. Pero envuelta en un torbellino de inestabilidad, acabó disolviendo estas instancias. Nada ha resistido a la trituradora de temporalidad que es su historia. Estoy de acuerdo en que identificar un mito de Europa en el presente es una de esas instancias necesarias, pero imposibles. Pero elaborar un mito capaz de iluminar el futuro de los estados europeos actuales ni es necesario ni posible. Así que estamos, sí, en una época difícil. El trabajo del mito no se improvisa. Su materia emerge del pasado y sólo la ciencia puede ofrecer algo alternativo vinculado al futuro. Sin embargo, la ciencia apenas ha podido ofrecernos un poco más de tiempo, una prórroga mínima, no una promesa. Su potencia para despertar energías apenas tiene fuerza antes sus noticias, una Tierra indomable herida, un tiempo cósmico inhumano.

Errante raíz, dice Cacciari. Eso podría ser Europa. Sin embargo, el mito del joven curioso mantiene una clara dialéctica con la casa que espera. La única parábola real de Cristo es la del hijo pródigo. Puede que eso sea la actitud básica del europeo, desde Ulises. Por supuesto, estoy de acuerdo con Cacciari en la necesidad de contrastar cualquier propuesta con la piedra de toque de si refuerza o obstaculiza la «magia de la libertad» que en su día celebró Weber como la espina dorsal de Europa. Pero la libertad es una idea, no un mito, y tiene un problema. Hay más usuarios que defensores de ella. Si Europa puede disponer de un mito con potencia ética, tiene que imaginar un tipo humano heroico. Libre, desde luego. Viejo también. Pero no será europeo si no es al mismo tiempo consciente de que sólo la libertad común hace frente a la intemperie del tiempo histórico. Sólo así se despreciarán los fetiches insensatos de una pertenencia ilusoria.