Desde que Raimon decretó que «al meu pais la plutja no sap ploure», extrayendo poética de la catástrofe, hasta que el president de la Generalitat, Ximo Puig, en una muestra de pesimismo histórico, ha institucionalizado la Emergencia Climática, han pasado muchos años y muchas leguas. Entiende uno que el asunto de la Emergencia va con segundas. Dado que el personal es apático por naturaleza, y en general se deja consumir por el tedio, hay que rodearle de riesgos y amenazas a ver si así reacciona y comienza a respetar el bien común, que no es otro en este caso que la naturaleza y el catálogo verde al completo. El Consell, que sabe mucho más que nosotros -por eso es el Consell-, lo habrá entendido de este modo. Unas gotas de apocalipsis, otras de fatalismo y una alarma colectiva a fin de que el pueblo valenciano escuche de una vez por todas las calamidades que le infringimos al Planeta y se muestre dispuesto a renovar su imaginario y a contribuir a detenerlas.

Visto así, la Emergencia Climática impuesta por la Generalitat es, antes que nada, un arma cargada de futuro con el ánimo de excitar a los valencianos y, al mismo tiempo, de ofrecer una lección al mundo, desde esta esquina de España. A uno le parece muy bien esa política de choque, aunque todavía no se observen pájaros cayendo del cielo asados ni se divisen las aguas del mar Mediterráneo alcanzando Cuenca o Morella, como en anteriores era geológicas. Oh mar, oh mar/de qué te sirve tu bravura/si no llegaste a Vallivana cantaba un relajado poeta de Els Ports, soslayando que las aguas se retiraron de aquellas cumbres, otrora infestadas de tiburones. Esperemos que en esta legislatura no sucedan cosas terribles, porque, en el caso de cumplirse el sueño del poeta, Morella podría disponer de playa y dedicarse a pescar mabras desde la muralla, pero en Vinarós, Benicarló o Peñíscola se habría desatado el terror. No hay que jugar con estas cosas, aunque a la lírica se le perdone todo. Hace unos quince años, cuando comenzaron los científicos a alertar con insistencia sobre las diabólicas consecuencias del calentamiento global, este periódico tituló en portada, basándose en el informe de algún espécimen asaeteado por la negatividad, de que en pocos años habría que levantar muros enormes en la costa de El Saler y la Malvarrosa para detener la subida de las aguas, que asolarían València. Por esa época, y dado el sobresalto que se desplegaba a diario, mi amigo Salvador Vendrell, que vive en Riola y ha escrito la biografía de Joan Baldoví (otro amigo), entre otras muchas páginas, insistía en desmitificar la zozobra. «Qué bien lo del cambio climático, Riola estará en primera línea de mar». (La desmitificación debería formar parte de las virtudes cardinales. Es una de las ramificaciones más higiénicas del pensamiento crítico, tan odiado por el poder).

Hay que respetar el medio ambiente (¿no es una redundancia?), proteger las especies y los espacios, ser sostenibles y verdes, legar un planeta a las generaciones venideras calmo y sano, noble y feliz. (Dos mil millones de personas más habitarán en el Planeta a finales de siglo, en los últimos diez años han desaparecido cien millones de hectáreas de selva tropical, miles de especies se hallan en extinción, treinta y ocho mil millones de toneladas de Co2 son arrojadas al año a la atmósfera, etcétera). Hay que custodiar la Naturaleza, sí, pero sin descubrirse ante los atavismos sombríos ni someterse a los presagios más terribles e inevitables. El periodismo tiene un gusto inexorable por el apocalipsis. La política, por el contrario, se ha de sostener en la esperanza. Si se confunden estos términos, nos armaremos un lío. Desde el XVIII el optimismo histórico ha atravesado los siglos y se ha enfrentado a todos los pesimismos que han combatido la Modernidad. La pugna la han ganado las desmoralizaciones y los fatalismos porque de ese material está impregnada la obra de todos los grandes de la literatura y la filosofía: melancolías, seres para la muerte y para la nada, devastaciones anímicas, universos negros, vacíos y soledades, mundos desolados, estados depresivos, irracionalismos, dolores perpetuos, existencialismos y cosas así.

En fin, el XVIII mató dos pájaros de un tiro: acabó con la Religión y también con la Naturaleza. Desde entonces la Madre Naturaleza -un placebo para no quedarnos solos en el cosmos- sustituyó a la Virgen María. Y se ha venerado mucho. La veneración por la Naturaleza recorrió el ochocientos a bordo de un Romanticismo que la moralizó y le devolvió los ecos medievales perdidos. Esa devoción ha alcanzado nuestros días ya en plan político o ideológico (y, en algunos casos, religioso). Sin desprenderse, ay!, del tono crepuscular: de la idea de que el Planeta ha sido destrozado por la raza humana.

Desde la otra orilla, se nos instruye de que la industrialización alimentó al personal, de que ha duplicado la esperanza de vida, de que ha reducido las enfermedades y las epidemias, de que ha acabado con las hambrunas que han acompañado a la humanidad durante toda la historia con intervalos de décadas (la que narra el gran historiador Fernand Braudel en India en 1630, relatada por un comerciante holandés: «los hambrientos abrían los estómagos de los muertos o los moribundos y extraían las entrañas para llenar sus propios vientres. Centenares de miles de hombres morían de hambre, el país entero estaba cubierto de cadáveres insepultos. En la aldea de Susuntra, la carne humana se vendía en el mercado al aire libre». ) Y, cierto, se ha cobrado parte del planeta a zarpazos. Vale. Cuidémoslo, protejámoslo, preservémoslo, restañemos sus heridas, suministrémosle curas, inflémoslo de entusiasmo. Lo que haga falta para que se transforme en un pimpollo. Pero impugnemos las religiones, las iglesias y los tortuosos temores antropológicos que acompañan el noble propósito. O lo que es lo mismo, cocinemos la paella los domingos, ese rito glorioso que hemos aportado al mundo, con total normalidad, sabedores de que podremos guisar muchas más a lo largo de nuestras vidas porque el mar no trepará hasta Vallivana, al menos por el momento. Siempre que sigamos las sinceras directrices del Consell para eludir el cataclismo.