Mirándolo bien, y situándonos en los justos términos, el único Renacimiento que ha prendido aquí, en los últimos años -y de forma objetivable- es el del universo teatral, de la mano de Abel Guarinos y bajo la tutela de Vicent Marzà. Una explosión de cultura, de combinación identitaria y cosmopolita a la vez, alejada de los traumas históricos y las ortodoxias inacabables, y curada de espantos y prepotencias estériles. Hablo, ahora, de los escenarios de la Generalitat, que atienden muchas disciplinas artísticas, aunque si nos detenemos en la esfera teatral -y sus circunstancias- la cosa ya parece milagrosa: ha estallado la paz, y no la paz de los cementerios (y mira que el sector autóctono siempre ha sido difícil, mucho más crítico que autocrítico) y la diversificación se ha plasmado en una actividad incesante y heterogénea. El otro Renacimiento, el colectivo, el de un pueblo en marcha y triunfal, tan pregonado y repetido, forma parte de la cosmovisión política, y ya depende del cómo, del qué y del quién, como bien señalan los dirigentes del pacto del Botànic. Lo decía San Agustín: defiéndeme, Dios, de mí mismo. Acordémonos de que el primer Renacimiento promulgado en estas tierras lo proclamó Enric Juliana, que es como el Pla de la posmodernidad pero sin boina y sin tanta orgía de adjetivos. Fue en tiempos de Alberto Fabra, si no recuerdo mal. Juliana observaba «brotes verdes», pasado ya el angustioso estallido bancario valenciano, y avisaba de que el foco destructor de los poderes madrileños se había posado en esta «!pobre» autonomía, con lo cual otras grandes plazas españolas anidadas de picaresca y perversidades parecían unas santas señoras a nuestro lado. (Lo apuntaba Berkeley: «la realidad de los objetos no está en ellos mismos sino en la mente de quien los percibe. Ser es ser percibido». O dicho de otro modo, ya que hablamos de teatro: se levanta el telón y la luz ilumina un trozo de escenario repleto de basura, pero el gran estercolero está alrededor, entre las sombras, y ni siquiera lo advertimos).

Llevábamos unos años en los que València, la verdad, refulgía en los ámbitos estructurales y superestructurales del cosmos habitable. Había una catarata de «eventos» de muy distinta condición pero muy apolíneos todos, de la F1 a la Copa del América, siempre bajo el tótem del Anillo del Nibelungo del Palau de les Arts, nuestra inmortal aportación al mundo de los últimos tiempos. Con decir que me encontré a un abogado catalán en una geografía recóndita de Birmania, bajo una lluvia de agua y de mosquitos, y fui sermoneado vehementemente sobre la transfiguración de València y su nuevo lugar en el planeta, está todo dicho. Después, con la llegada de la socialdemocracia y de la «nueva política», el presidente Puig sacó a relucir de nuevo la idea renacentista, quizás buscando el contracampo político para diferenciarse de pasado inmediato. (Los renacimientos son muy sufridos. Les pasa como a la libertad de expresión, que igual sirve para un roto que para un descosido. En los renacimientos todo el mundo cree ofrecer una relectura de las glorias de su propia tradición, aunque a veces, en lugar de una redención, parezca un asesinato). En todo caso, el propio de Puig y Oltra posee otros contornos y densidades, a mi entender. Es como más normal. Más «reputacional». Más antitóxico. Más de fractura que de relectura del pasado. Más áspero que contemporizador. Como más puesto el acento en el cambio de color político y en el propósito de colocar un nuevo relato impugnando el anterior (La Historia, viene a sugerir Harari, en Sapiens, es la historia de los relatos, o sea, más o menos lo que aventuraban los estructuralistas, Dios los acoja en su reino). Quizás sobre, en el rostro del Renacimiento «botánico», un poco de reinterpretación y falte algo de silencio y de azar.

Guarinos, desde la magna cultura escénica, acomoda mejor el nuevo modelo y también la epifanía del mensaje: gestión cautelosa, sin prosopopeyas ni axiomas, escuchando a los críticos y universalizando la crítica. Una «revolución» silenciosa y natural, sin iniquidades ni gregarismos, que esquiva los titulares huecos y demás «moniateras» (de moniato, con «m», como observa el gurú del arte, Vicent Todolí). La cultura es uno de los privilegios que aún puede patrimonializar la izquierda, y los escenarios -de la Generalitat, en este caso- son su expresión más plástica y aplaudida: su manifestación estética. (Por cierto, a ver si Ribó, Gaspar y Marzà ponen de acuerdo a sus instituciones para lograr una comunión cultural y económica y elevar el Festival de jazz de València, que arrastra una solidez contrastada, al firmamento estelar, a la altura de los grandes del mundo y desde dos escenarios: el Palau de la Música -el centro que lo gestiona- y el teatro Principal. Ahora que Glòria Tello anda también por la Diputación quizás se pueda producir el prodigio. No sería mal legado).