El mundo actual vive una dolorosa paradoja: por un lado aumenta la riqueza a nivel mundial, pero por otro, aumenta también la brecha entre ricos y pobres. El remonte de la crisis de 2007 no ha significado la recuperación del poder adquisitivo de la ciudadanía sino una mayor desigualdad y el aumento de la pobreza que afecta cada vez a mayores capas de la población.

Por otro lado, como es sabido, hace décadas que en España -y en Europa- se denuncia la crisis de la Seguridad Social, cuyas causas en parte son la destrucción del empleo y el empeoramiento del que existe, y en parte son específicas: crisis demográfica, aumento de la esperanza de vida, etc.

Conviene hacer hincapié en que nuestro modelo de Seguridad Social ha tenido indudables avances, como la universalización de la asistencia sanitaria y, más débilmente, los servicios sociales (renta ciudadana). No obstante, sigue anclado en las bases del momento en que nació: solución al problema obrero, típico de la sociedad industrial. Aunque los sociólogos lo diagnosticaron hace tiempo, y los filósofos se hacen eco de ello, los juristas no aprecian el calado de la aparición de la sociedad postindustrial y el desplazamiento del concepto de clase obrera por el de ciudadanos vulnerables. En Novaterra conocemos bien este desplazamiento.

El modelo económico que domina el mundo, el capitalismo, ha evolucionado. La economía especulativa se impone a la productiva; la revolución tecnológica, internet, permite modelos de negocio que movilizan grandes capitales con muy poca participación laboral; la economía de plataformas; la robotización en los sectores productivos; la transnacionalidad de la economía€

Así las cosas, proponer soluciones para el sostenimiento de nuestro sistema de protección social que no tengan en cuenta esos cambios en el capitalismo del siglo pasado, es poner parches, remedios cortoplacistas, para mantener un modelo tradicional que agoniza: la proporcionalidad entre salario y cotización -fuente de financiación fundamental del sistema- y su vinculación al trabajo.

La economía especulativa y los nuevos modelos de negocio no están contribuyendo adecuadamente a la financiación de la Seguridad Social porque el factor que explotan no es el trabajo personal sino el mercado especulativo, la ciudadanía consumidora. De ahí que la carga que soportan de la principal fuente de financiación del sistema -la cotización- sea muy inferior a la que soporta la economía productiva que sigue teniendo en la mano de obra un importante factor productivo.

Quizás ha llegado el momento de que la cotización, al menos en la parte de esta que corre a cargo de la empresa, se desvincule del salario y pase a calcularse sobre el volumen de negocio o, si se quiere, con una ratio que ponga en relación el volumen de negocio con el empleo ocupado (que equilibre su aportación con la de la economía productiva). Esto es, que la Banca de Inversión o Microsoft, coticen a la Seguridad Social española en función no tanto del salario abonado a sus empleados en España, sino en función del volumen de negocio (adviértase que no nos referimos al concepto más ambiguo de beneficio) realizado en nuestro país en relación con el empleo generado.

Poner en juego el «volumen de negocio» como módulo de cálculo de la cotización empresarial supondría, al mismo tiempo, implicar al conjunto de la ciudadanía (usuaria o consumidora de bienes o servicios) del que extraen la riqueza estas corporaciones. Se trata, en definitiva de, conociendo donde se genera hoy la riqueza, redistribuirla con equidad. El modelo universalista de Seguridad Social y, con él, su principal fuente de financiación, tiene que transcender la vinculación directa al trabajo. Sin duda hay expertos capaces de formular matemáticamente este módulo de cotización empresarial.

Hay una obviedad, sociedades más ricas, que ven aumentar año a año su PIB, no pueden disminuir la protección social, deben aumentarla. No hay excusa. Si el modelo de financiación ya no es adecuado habrá que adaptarlo a las nuevas realidades. Estamos con Aristóteles cuando señala que la economía debe subordinarse a la política, pues el fin de ésta no es el vivir, sino «el buen vivir». La política, orientando la dirección y el fin de la economía para el buen vivir, propio de la polis, supone tener resueltas la satisfacción de las necesidades vitales y todas las dimensiones que se resuelven en el espacio del oíkos.