Recientemente se celebró en Madrid la llamada Cumbre del Clima, o COP 25.Este evento le permitió al presidente en funciones, en aquellos días Sánchez, unos días de «relax», y de esa forma poder aislarse de las endiabladas negociaciones con E.R.C para conseguir su investidura y al menos la aprobación de los Presupuestos de 2020. Sin duda, debe ser difícil llegar a un acuerdo con un partido político, cuyo máximo dirigente está en la cárcel por sedición contra el Estado y la Constitución.

A la cumbre no asistió ningún representante importante de USA o China, principales potencias industriales del mundo, razón por la cual, pese a sus buenas intenciones, quitó mucho valor a sus conclusiones. Esto ayudó a que la principal figura mediática de la misma fuera la adolescente sueca Greta Thunberg, que acudió a ella desde América en catamarán y no en avión , pues al parecer estos contaminan la atmósfera, aunque en lo que se me alcanza la joven activista no ha llegado a solicitar la prohibición del avión como forma de viaje. Sinceramente creo que esta chica es el profeta de una nueva religión: el ecologismo. Ya F. Nietzsche en su última obra, «Ecce hommo», definió a los profetas como: «Esa mezcla de enfermedad y voluntad de poder». Creo que el perfil de nuestra Greta se ajusta bastante a la definición anterior.

Hay una práctica unanimidad en la comunidad científica que la acción del hombre, desde el comienzo de la Revolución Industrial, hace más o menos dos siglos en algunas zonas de Europa, y con un carácter acumulativo en estos doscientos años, está modificando el clima del planeta en el sentido de un progresivo calentamiento. Las series estadísticas de temperatura de las últimas décadas son incuestionables. Hasta un declarado negacionista del cambio climático como Trump, con su política sólo demuestra, una vez más, su cinismo. Como muestra un botón: ¿a santo de qué le hace la chulesca oferta a Dinamarca de comprarle Groenlandia, como si esa inmensa isla fuera un rascacielos neoyorquino? No cabe otra explicación de que está perfectamente informado que la cercana desaparición de la capa de hielo que aún cubre buena parte de la isla danesa permitirá explotar lo que se supone que es su rico sub-suelo. Y en futuro un poco más lejano, cuando se derrita buena parte del Océano Ártico, y se puedan explotar sus inmensas reservas petrolíferas submarinas, tendrá USA una amplia zona de aguas territoriales en el deshelado océano.

Sin embargo, la Historia no tiene «moviola», y es imposible volver a lo que algunos extremistas ecologistas deben considerar una autentica Edad de Oro: sin fábricas, sin aviones, sin alimentos transgénicos. El año 1800 por ejemplo. La población mundial en ese año se estima en 1.000 millones de habitantes. La actual se sitúa en 7.600 millones. Y buena parte de aquellos mil millones vivían en una sociedad agraria donde la sequía, las heladas, los temporales, provocaban fácilmente miles de muertos de hambre. Todo progreso tiene un coste, pero todos los estándares de calidad de vida actuales son infinitamente superiores, en gran cantidad de naciones, al de hace 200 años.

El populismo se suele caracterizar por dar soluciones sencillas a problemas complejos. Y viendo a muchos publicistas que dicen en los medios de comunicación, lo que suponen que su audiencia quiere oír, vemos un ejemplo de un nuevo populismo, como si no tuviéramos bastantes ya. El populismo ecologista. Los graves problemas que suponen el calentamiento de la atmosfera exigen soluciones si no queremos causar graves perjuicios a las generaciones venideras. Pero esas soluciones deben abordarse sin demagogia, postureos extraídos de las novelas bucólicas, y demás simplezas. Son los científicos los que deben marcar las pautas para un desarrollo sostenible, y los dirigentes políticos sensatos, que no se vendan por un plato de lentejas o de lechuga ecológica, los que deben llevarlas a la práctica. Y además si queremos abordar en serio la cuestión de tener un planeta habitable para nuestra especie, algún día habrá que reflexionar con rigor sobre los riesgos de la súper-población. En muchas naciones se lamentan del envejecimiento de su población y se fomentan las políticas demográficas. Sin embargo aquí aparece una vez más el egoísmo nacional frente a una poderosa amenaza. La Tierra puede ser habitable para ocho mil millones de «homo sapiens», tal vez diez mil. Pero la súper-población en un determinado territorio ha sido la causa de la desaparición de numerosas especies animales, y la nuestra, aunque su «hábitat» sea todo el planeta, no es una excepción.

Los peligros para la Humanidad que he abordado antes, tienen carácter planetario. Haría falta pues, un órgano político decisorio y con prerrogativas en todo el mundo, para que pudiera dictar normas de obligado cumplimiento en los más de doscientos países en los que está organizado éste. Podía ser la ONU. Pero en sus 75 años de existencia ha dado abundantes pruebas de su notoria ineficacia, más allá de declaraciones «buenistas».