Cogió la frase de Cayetana Alvarez de Toledo y la soltó en una red social donde los simpatizantes de Podemos, la mayoría, se intercambiaban opiniones, dando voz a sus angustias o a sus credos. El muy ladino dijo que la había pronunciado Pablo Iglesias. Fue enormemente aplaudida, sin censuras, de manera unánime. Después agarró la misma frase de Álvarez de Toledo y la deslizó en un colectivo del PP subrayando que pertenecía a Iglesias. Fue rechazada bajo una fuente de improperios. ¿Hay algo peor que la tribu cuando se comporta como una tribu? Tengo para mí que apenas hemos avanzado en determinados dogmas y flameantes gregarismos desde que las masas ­-hablo de las masas dirigidas, claro- atronaron en la calle, bastante antes de que Canetti publicara aquella radiografía titulada Masa y Poder. Ha cambiado el «formato», eso sí, pero permanecen muchos hábitos de naturaleza servil. Las redes sociales han sustituido a la calle, y las pancartas o las pintadas anónimas han mudado en una tómbola de twitts, wasaps, telegrams, instagrams y demás conexiones tecnológicas de última generación. El mundo se manifiesta hoy mediante el móvil y desde el saloncito de casa. Es decir, el personal se adhiere a la masa mientras se toma una cerveza en la terraza de un bar con unos pinchitos o hace sus últimas compras en el Corte Inglés (con el permiso del departamento de Economía de la Generalitat Valenciana). Pero la naturaleza uniformizadora, aduladora de líderes y mesías y propagandas, ese monstruo con vida propia que desprecia al individuo y criminaliza el pensamiento heterodoxo (y al que el Estado le hace caso, aunque sus criterios reaccionarios se vistan de progresistas), persiste con mayor fuerza si cabe. El primer tercio del siglo XX fabricó a la masa (antes sólo eran multitudes), y los Estados autoritarios la espolearon hasta cometer, ellos mismos, sus crímenes «masificados».

La impresión de que la conciencia crítica anda bastante cautiva todavía, y que los dogmas se aposentan de nuevo en sus grandes tronos no es un juego de prestidigitación inocente. Si una sentencia proviene del antagonista, abucheos; si nace de las propias filas, aclamaciones. Después ya se verá la esencia de la idea. O no se verá. ¿No nos habían educado para combatir el conformismo? Desde que la política ha entrado en la era de la disgregación representativa acompañada por la alegre diseminación de las redes sociales, la sensación de banalidad de la función política no ha hecho más que aumentar. El abismo que se vislumbra entre el veloz mundo tecnológico y las formas paquidérmicas de la esfera política agrava esa tendencia. La lentitud de los estamentos políticos, y de su hija directa, la maquinaria administrativa, frente a la aceleración de la revolución digital resulta de una obviedad abrumadora, y cala ya en el ciudadano. Un trámite administrativo puede tardar meses y ser peleado en múltiples ventanillas mientras ese mismo vecino accede a toda la información del planeta tierra en menos de un segundo desde su ordenador o su teléfono.

Cualquier joven de un país pobre de un barrio paupérrimo del otro confín de la tierra dispone de un móvil conectado a internet. Si se lo propusiera, podría observar los discursos de Puig, Oltra, Bonig o Cantó en las Cortes Valencianas desde el desierto de Atacama o desde Zimbabue. La brecha entre las dos velocidades es extraordinaria, y constituirá un grave problema dentro de nada. En una orilla, las nuevas formas de comunicación (que cambian valores y conceptos). En la otra, las estructuras políticas y administrativas (sedentarias y burocratizadas). Las masas actuales ­-dejemos ahora su comportamiento- están en la primera de las orillas. Y los políticos, y no suele suceder muchas veces en la historia, son hoy más que nunca políticos/bisagra, con un pie en el pasado y con el otro vislumbrando una transformación tecnológica que enmienda a diario las certidumbres del presente, ese mismo presente que ellos tratan de conducir.

Carreteras. Mientras evaluamos los indicadores de pobreza o riqueza del país, mientras nos emparedamos cada vez más en un victimismo llameante (el victimismo es el nuevo fenómeno del siglo XXI, o te apuntas a un grupo de víctimas o no eres nadie), resulta que ahora, después de Reyes, disponemos de tres carreteras para viajar de València a Castelló. Una autopista (ahora autovía porque ya no es de pago), una autovía propiamente dicha y una carretera nacional. Tres carreteras gratis total. Que pague papá Estado. (¿Quién programó la autovía, por cierto, sabiendo que la AP-7 de pago tenía los días contados?). Mientras tanto, giras la cabeza y observas que de Nueva York a Boston (o a Washington) sólo hay una vía directa de comunicación y el tren tarda cuatro horas en cubrir los 350 kilómetros entre las dos ciudades (el mismo caso que Washington) porque el AVE ni lo huelen. Nosotros vamos a Madrid en un periquete y a Barcelona, últimamente, casi que también. Eso sí, España se sitúa por debajo de la media europea en renta per cápita. No hace falta que comprueben la de EE UU. Ya se la imaginan.