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El paraíso de Cantor

P ara alcanzar el puesto de la próxima dirección de nuestra radio y televisión valenciana se postularon diversos candidatos más o menos curtidos en comunicación, periodismo y medios visuales. No sé si alguien ha evocado durante estos lentos días de decisiones la figura -tan emblemática como postergada- de María García-Lliberós como directora general de Medios de Comunicación Social de la Generalidad Valenciana. Bajo sus auspicios, curtidos en sus estudios de economía, política y sociología, la Generalitat Valenciana basó en razones económicas y culturales la puesta en marcha de Canal 9 para el desarrollo de una industria privada de producción de programas como recurso de inversión. Para sacar adelante una granja aviar no es imprescindible saber poner huevos.

Canal 9, ese ente, nunca cumplió totalmente los principios que inspiraron su creación. Ni bajo la gestión socialista ni bajo la popular. Lo hizo de una manera impune, ignorando cualquier crítica. Ni defendió la normalización del valenciano, ni la a infancia ni a la juventud; ni la igualdad entre hombres y mujeres; ni fue pública, ni veraz, ni imparcial, ni fortaleció en absoluto nuestra identidad; no profundizó en nuestra cultura más que en sus aspectos superficiales; no apoyó la libertad de expresión, ni el diálogo ni la independencia, ni garantizó el respeto al honor ni a la intimidad. Hundió la industria audiovisual autóctona destruyendo miles de puestos de trabajo y proyectos.

Sí cumplió uno de los objetivos que erróneamente se le atribuyen a las empresas públicas para difamarlas: no fue rentable. Los responsables de Canal 9 estuvieron -nosotros estuvimos, ellos cobraban- aportando sin pestañear sumas de dinero dignas de un maharahá a producciones tan zafias como la Noche Sensacional de José Luis Moreno o los programas de Sánchez- Dragó. A tertulianos de medio pelo y personajes más allá de lo gris como el ahora nuevo jefe de gabinete de la Presidenta da la Comunidad de Madrid o a comunicadores de la talla de Bárbara Rey, Mar Flores o Cárlos Dávila. Mientras tanto, el gobierno español, presidido por González y Aznar, vendía todas nuestras empresas públicas rentables: Seat, Marsans, Iberia, Endesa, Repsol, Tabacalera, Telefónica y hasta su participación en la multinacional Indra. Casi todas creadas a través del desaparecido Instituto Nacional de Industria de la autoarquía franquista, iniciativa estatal hoy abominada por la derecha y la ultraderecha.

Las empresas e iniciativas públicas no tienen por qué perder dinero. Sólo hay que hacer algo de interés que sea sostenible y no esté diseñado para la idiocracia. A pesar de esos funcionarios que saben hacerse imprescindibles a cualquier político y cuyo valor aumenta cuanto más ocultan en lo que no sabemos la mayoría. ¿El plurilingüismo encona el entendimiento en Les Corts? Permítanme la hipérbole comparativa: en el País Vasco el asunto mediático, por ejemplo, se resolvió haciendo diversos tipos de canales de televisión: en unos se usa el castellano y en otros se promociona el idioma autóctono, usándolo íntegramente para la programación infantil y los deportes. Con la llegada de la TDT se crearon otros más, se llevaron fuera de las fronteras nativas, se hibridaron las lenguas, pero la realidad es que el aumento de la oferta idiomática no aumentó proporcionalmente la demanda. Los canales íntegramente en euskera tienen una audiencia residual a la baja: únicamente tres de cien personas los ven. No se promociona y se enseña a querer un idioma en un mundo globalizado sólo mediante la inmersión lingüística.

Por supuesto, el euskera o el chino son particularmente complicados, pero igualmente es difícil aprender inglés mediante un programa íntegramente hecho en inglés. Es imprescindible tener referentes para trasladarlos a otro idioma y tener motivación, ideas que compartir, instrumentos para expresarlas y un interlocutor válido con quién hacerlo sin prejuicios. Aprender un idioma para hablarlo académicamente equivale a aprender geografía para hacer colección de sellos. El idioma, la más vibrante expresión de la vida, tiene que enseñarlo la propia vida siguiendo tú el método peripatético: sin quedarte en el mismo sitio por mucho que tu futuro esté resuelto.

Pero parece que todo se haga bajo impulsos emocionales, como los megalómanos edificios de las óperas, y por alardes económicos que se derrumban con la decadencia de nuestro inefectivo sistema contable cuatrienal. La televisión madrileña se inició desde la austeridad, contratando platós cuando se necesitaban, hasta que se edificó la Ciudad de la Imagen, algo análogo a nuestra Ciudad de la Luz. En la de la Imagen ahora está todo cerrado y obsoleto, desde los estudios a la flota de unidades móviles. Alguien se llevó una comisión, pobre. Abrir los platós resulta hoy muy caro y está todo apagado a la espera de que alguien lo transforme en un mega centro de ocio y restauración con alguna universidad privada, almacenes, oficinas y con Netflix implantando por imperativo económico su oficina en Madrid y así los niños valencianos vean «La casa de papel» sin necesidad de encender la alerta colonialista imperial.

¿Han visto cuántas emisoras de radio que no escucha nadie existen? ¿Cuántas fundaciones y proyectos en los que no salen las cuentas? Hangares convertidos en modernos teatros, teatros convertidos en tiendas, tiendas convertidas en bares y camareros que ofrecen hamburguesas baratas y de noche sirven, a un público que nunca va al teatro, económicos monólogos recalentados, sin decorado y un foco fijo dándoles en la cara.

Las empresas y otros dominios de la sociedad, como las administraciones o las asociaciones, están sometidas al imperativo de la buena gestión. Lo que no se debate en nuestro país es en qué consiste su rendimiento y su efecto sobre las personas y las organizaciones: ¿Rendimiento financiero, social o del entorno? ¿Para mejoras individuales o colectivas? La búsqueda de la productividad no se hace bajo la unanimidad. Y aparecen invisibles técnicas de gestión que toman cuerpo bajo la legitimidad, porque la técnica no se discute. Y estos métodos tienen a menudo efectos inesperados.

Yo no sé si es que nos vamos haciendo mayores o son los políticos los que se van haciendo pequeños, pero nuestro espíritu debería seguir el lema que figura en la lápida de Hilbert: «Debemos saber. Sabremos». Preocuparse de los métodos económicos según teorías es importante, pero no debe ser una barrera para elaborar una productividad realista, sin perder calidad humana en inútiles codicias. Las decisiones políticas afectan a la felicidad de la gente. Ese debería ser su único objetivo. Hasta una simple intuición práctica nos bastaría. Sobre todo si, al menos, fuera bella.

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