El tiempo es una magnitud continua, y más aún el tiempo humano, porque lo que se hace en el presente va marcando el rumbo del futuro. Lo que hagamos durante el coronavirus será decisivo para lo que venga después. La vida no se improvisa, se cultiva día a día. Y ahora nos encontramos ante un reto sanitario en el que urge salvar vidas y evitar sufrimiento, consiguiendo todos los recursos sanitarios posibles y distribuyéndolos de forma equitativa para que nadie quede desatendido, derivando los excedentes a los centros más cercanos entre localidades y comunidades, desde una solidaridad básica; apoyando a un personal sanitario que no ha sido hasta ahora suficientemente valorado; y no apresurándose a elaborar protocolos para dejar a gentes fuera de las Unidades de Cuidados Intensivos por razón de edad o de discapacidad, porque es una discriminación inmoral e inconstitucional. El futuro no se improvisa, quien siembra hoy insolidaridad recoge mañana la misma cosecha.

Por desgracia, también en el presente se está gestando una crisis socioeconómica que no afrontaremos con bien si no empezamos a tomar posiciones. Antes de la pandemia era ya evidente que no se puede hacer frente a los problemas comunes si no es desde el trabajo conjunto de los tres sectores que componen nuestra sociedad, el ciudadano, el económico y el político. Las alianzas son imprescindibles para que la democracia funcione a la altura de lo que se merecen la dignidad de las personas y el cuidado de la naturaleza. El coronavirus, una amenaza invisible, pero cierta, nos ha demostrado una vez más que sólo desde las sinergias es posible hacer frente a los desafíos.

Nuestra Comunidad Valenciana no es una excepción. La pérdida de puestos de trabajo, a pesar de los intentos paliativos, requiere una actitud valiente e inteligente por parte de las asociaciones de empresarios, muy especialmente, la CEV, común a Castellón, Alicante y Valencia, y del diálogo con los sindicatos. Recordando siempre que el modelo económico más logrado hasta el momento ha sido la economía social de mercado, que pretende lograr crecimiento con equidad. Aumentar la productividad se hace necesario, contando con dos dimensiones imprescindibles: atender a los afectados por la actividad de las empresas, generando aliados y no adversarios, y apostar por la innovación.

La atención a los afectados incluye a trabajadores, proveedores, accionistas cuando los haya, clientes y entorno social y ambiental en el que se sitúa la empresa. Y como la empresa del futuro será social o no será, importa ir asumiendo los 17 ODS, entre ellos, acabar con la pobreza y el hambre, reducir las desigualdades y propiciar un ambiente sano. Teniendo en cuenta que en España hay un 26% de personas en riesgo de exclusión social, la tarea se hace urgente. Como también paliarla fuera de nuestras fronteras.

Apoyar a las pymes, a las microempresas y a los autónomos será una obligación del gobierno, así como promover la creación de nuevas empresas y eliminar trabas administrativas. También el virus nos ha recordado la necesidad de invertir en investigación científica y tecnológica en lugar de despilfarrar recursos en escaramuzas ideológicas estériles, y cuidar del sector primario que es el que nos procura el sustento básico. A pesar de las profecías transhumanistas de que bien pronto podremos olvidarnos de la biología al depositar nuestro cerebro en una máquina, un microscópico virus invisible las ha refutado o, por lo menos, las ha aplazado ad calendas graecas. Por el momento conviene cuidar con esmero los cuerpos y, por lo tanto, el sustento.

Y para evitar una catástrofe socioeconómica, en y después del coronavirus, habrá que practicar una política capaz de generar cohesión social en aquello que puede ser un proyecto común: consolidar una democracia liberal-social, desde el acuerdo en lo que nos une, repeliendo las actuaciones de quienes sólo saben vivir del conflicto y la polarización, del «nosotros contra vosotros» porque no tienen nada positivo que ofrecer. Es el «nosotros» incluyente el que ha de ser protagonista de la vida política, y los políticos han de ser sólo facilitadores de que las personas, incluidos los inmigrantes, claro, puedan llevar adelante una vida buena.

¿Y todo ello desde dónde? Como venimos diciendo, la vida no se improvisa, se cultiva día a día. Es a diario cuando se forjan los hábitos que nos predisponen a actuar en el sentido de la justicia, del cuidado o la compasión. Y no estaría de más recuperar la tradición griega de esos hábitos, a los que llamaban «excelencias» del carácter, que son la fortaleza para enfrentar adversidades; la templanza, que tiene por sinónimos la moderación y la sobriedad; la prudencia en contentarse con lo suficiente y tomar sabias decisiones. Añadiendo -¿por qué no?- la esperanza, que no es un optimismo insulso, sino el compromiso de construir lo justo y lo felicitante.