Esta crisis la leemos desde una perspectiva personal: la objetividad es una quimera. Pero es preciso que algunos, por obligación o devoción, traten de enfocar los problemas con una óptica más amplia: no podemos evadirnos de las olas, pero alguien debe mirar el horizonte. Eso significa que hay que intentar interpretar, lo que es algo más que acumular datos o sensaciones -aunque el analista sea también un dato y no carezca de sensaciones-. Desde esa perspectiva me parece que el problema no es sólo intuir, imaginar o prescribir cómo será "el día después", sino como fue "el día antes". No me refiero a los estudios epidemiológicos, sino a una visión social. Es así porque entender comportamientos actuales y definir el futuro -hasta donde sea posible- implica asumir que tenemos elevadas dosis de perplejidad sobre cómo éramos antes de "esto". Al mismo tiempo, para la reconstrucción no dispondremos de otras herramientas que aquellas que tuvimos, sólo que, esperemos, recombinándolas, alterando las prioridades en su uso. Por todo esto probablemente necesitamos miradas antropológicas sobre nuestro comportamiento grupal y simbólico.

Parece que podemos pasar sin un Dios al que atribuir la culpa de nuestras desdichas, al que implorar perdón -sería tanto como hacerle culpable a Él y a las víctimas- y sanación -Él fallaría misteriosamente y su prestigio y el de sus oficinas se quebraría-. Es la primera vez en la historia en que nos sucede eso ante una epidemia. Pero no podemos pasar sin fiestas, incluidas las de origen religioso. Colectivamente nada anhelamos más que saber las fechas de las fiestas perdidas. El deporte de élite se incluye aquí: es un Misterio Altísimo saber qué pueden hacer los héroes de las canchas en este tiempo de silencio. Por otra parte, algunos se empeñan en acelerar el luto: y no funciona porque no son capaces de distinguir entre el duelo personal, íntimo e intransferible, del duelo-homenaje, público, que precisa, primero, de una victoria simbólica sobre la muerte. Que se una el duelo al patriotismo también es pura etnología que en nada alivia y a muchos confunde. Así que vemos a la ultraderecha contra la Guardia Civil y a la Iglesia española contra la caridad -mientras el Papa pide la renta básica mundial-. Con estas piezas y las mascarillas el carnaval es la mejor estructura que nos puede definir. No es sarcasmo: nada hay más serio que el carnaval y su proyecto de inversión social, de anhelo de vida nueva.

Pero reaparece la incertidumbre en las contradicciones que hacen saltar las esperanzas de equilibrio y de que esta sea la enfermedad que acabe con todas las enfermedades, procurando sanación, alivio, prevención, economía para un mundo fraterno. Es inevitable referirnos a las redes, desbocadas ayer, que ponen gangrena en lo que antes eran pequeñas heridas. Se embravecen ahora, cuando muchos disponen de más tiempo para la lectura. E impugnan la legitimidad de algunos medios e informadores, que llevan años pregonando que su labor irrenunciable es distinguir entre opinión e información e interpretar las noticias, para encontrarles ahora rendidos a las plantas de la plaga de influencers, dedicados a jalear y propalar la estulticia que engaña y enreda. O que copian los modelos para fabricar los titulares antes que las sustancias, el susto antes que la realidad. Y, mientras, los medios dignos han de batirse contra la angustia, en batalla desigual, tratando de enarbolar la verdad.

Estas son herramientas que tendremos que reevaluar, pistas que invitan y que tienen alcance más profundo que las advertencias de cada minuto que dicen que "nada volverá a ser igual", lo que no es cierto, sobre todo porque la mayoría quiere que sus vidas sean exactamente igual que fueron -pero no la sociedad que permitió su quiebra-. Probablemente ahora -o dentro de un año- recordemos el día de antes, al menos en España, pero también en el mundo si pensamos en el cambio climático, como un momento hobbesiano, aquel en el que estábamos a punto de descubrir que el estado de naturaleza, del todos contra todos, del hombre-lobo como capitán de la manada, ya no podía sostenerse en lo político y en lo económico, y de que había que meditar sobre un nuevo pacto civil. Y alguno se amedrenta porque Hobbes preconizó el Leviatán, el individualismo blindado de dictadura. Pero si se prefiere conmemoremos a Locke o Rousseau que dijeron cosas similares en nombre de más libertad. Ese nuevo pacto civil por una libertad igual -que incluya una reflexión agudísima sobre el futuro del capitalismo-, no obstante, no puede eludir la cuestión de la seguridad, que es otra forma de decir que en las agendas democráticas figurará atajar las incertidumbres o convivir con ella de manera más flexible. No valdrá el buenismo, las identidades plurifragmentadas, el teatrillo de los sentimientos crispados. Necesitamos una ética compartida, unos relatos de lo común-no excluyente y unas emociones políticas controladas y encauzadas en canales de razón: un reconocimiento de lo complejo en todo lo que nos empeñamos en simplificar.

Por eso muchas disputas sobre lo que se hace o hacen los gobiernos no dejan de ser estériles, mostrencas añagazas de incultos y soberbios. De lo que se trata es de revaluar ese viejo amigo que pintó Maquiavelo: el Estado, lo que permanece estable. En la mirada corta: ¿no había antes del coronavirus advertencias más que fundadas acerca de la necesidad de profundizar en un sentido de coordinación federal el sistema autonómico?; ¿no menudearon, antes del confinamiento, los avisos sobre los agujeros en la regulación de la libertad de expresión que permiten, a la vez, censurar lo nimio y dejar desnuda a la democracia ante los ataques coordinados contra su estabilidad con bulos?; ¿no se escucharon voces generosas que advirtieron que el Estado social hacía aguas por todos lados por la ausencia de decisión en buscar la igualdad, sustituida a malas penas por un asistencialismo que ni siquiera integraba partes esenciales de la promoción de la vida? Pero se nos dijo que no, que la Constitución era santa. Pobre, virgen princesa, atrapada entre las fauces del dragón y la pérfida arrogancia de San Jorge. Y esto no es más que parvo indicio€.

No sabemos qué pasará. No sabemos siquiera, exactamente, que pasó entre 1989 y los últimos días de 2019. Sólo que muchos se empeñaron en detener la Historia. No digamos ahora que esto es la venganza de la naturaleza: esto es la venganza del tiempo, alma de la cultura. No sabemos domeñar la incertidumbre, pero sí vamos sabiendo en qué tenemos que pensar, con qué inteligencia acallar el aburrimiento. No dramaticemos: pero es ahora o nunca. Aunque nunca, como la eternidad, ahora lo sabemos, a veces es poco tiempo.