El título de este artículo es el de una película de François Truffaut de 1968, la historia de una separación y una posterior reconciliación de Antoine Doinel, personaje alter ego del director, y de Christine Darbon, su pareja. Besos robados me ha venido a la memoria en estos días en que no sabemos quién nos ha robado el mes de abril como canta Joaquín Sabina en uno de sus temas más famosos. En sociedades tan cariñosas, tan besuconas y tan toconas como la española, y no digamos la valenciana, durante estas ya largas semanas de confinamiento nos han impedido el contacto físico, salvo con las personas con las que convivimos. Esa necesaria distancia social da la impresión, a juicio de los expertos, de que será obligada durante mucho tiempo mientras no se descubra una vacuna o un tratamiento eficaz contra esta maldita epidemia. Está claro, pues, que los usos y costumbres sociales deberán cambiar para protegernos de nuevos virus, pero en la medida de lo posible habremos de recordar aquel verso de Paul Valery que dice que «no hay nada más profundo que la piel». De lo contrario caminamos hacia un mundo cada día más tecnificado y frío donde las caricias se sustituyen por emoticonos y los abrazos por vídeollamadas. Intentemos, por tanto, no convertir la excepcionalidad en un rasgo de lo que han venido a llamar nueva normalidad.

Esta catástrofe está sirviendo, por supuesto, para dar un gran salto adelante en las infinitas posibilidades que brindan las tecnologías, desde el teletrabajo a las consultas médicas on line pasando por los whats app. Ahora bien, no transformemos en coartada, como hacen algunos gurús, la eficacia de un robot o de la inteligencia artificial para eliminar el trabajo como una socialización enriquecedora, para borrar de un plumazo las brillantes explicaciones de un profesor en un aula, para desterrar la magia de un concierto o un espectáculo deportivo en directo y tantas y tantas cosas que se disfrutan porque se comparten en vivo. «Necesito ver a la gente cara a cara, sentirla cercana, a mi lado», respondía el otro día el actor Emilio Aragón en una entrevista televisiva con Jordi Évole. No perdamos de vista tampoco que los avances técnicos siempre han ido unidos a una mayor soledad de mucha gente y por tanto han sido en muchas ocasiones sucedáneos de la compañía de familiares y amigos. Buena prueba de ello es que, durante el confinamiento, ha aumentado la duración de las conversaciones telefónicas que casi habíamos relegado en favor de los tuits o de instagram. Volviendo al cine, en 1995, hace una eternidad, una película estadounidense de Hal Salwen, llamada Denise te llama, ya alertaba como una parábola futurista sobre ejecutivos que sólo se comunicaban virtualmente y que tenían terror de salir a la calle y exponerse al contacto físico con otros. ¿Les suena? Con la premisa de que la salud está por encima de todo, no convirtamos la tecnología en un paliativo de la soledad. A ser posible que las pantallas no nos roben los besos.