Llevamos muchos días en el punto de mira. Es lógico, cuidamos de personas vulnerables, mayores y hasta hace muy poco olvidadas por la mayoría de la sociedad. En estas circunstancias actuales podríamos haber despertado un sentimiento de compasión y de cariño, pero vistos los acontecimientos nos sentimos como seres que especulan con el dinero y el abandono social de los mal llamados «nuestro mayores».

La ministra de Defensa abrió la partida asombrándose de que cadáveres convivieran, valga el eufemismo, con ancianos en las estancias de las residencias. Nadie la advirtió que esos cadáveres no podían ser manipulados hasta la llegada de unas funerarias sobrepasadas por los acontecimientos.

Más tarde nos continuamos asombrando de la falta de personal al cuidado de «nuestros mayores». Y nos horrorizamos de verlos sin guantes ni mascarillas ni nada de nada. ¡Qué osadía y que malas praxis laborales! ¡Como si la falta de medios fuera responsabilidad de las residencias!

Luego se nos amenazó con denuncias por lo penal por no se qué motivos. Siempre mirando con lupa cuántos muertos dejaban las residencias públicas y cuántos las privadas. Como si nuestro esfuerzo diario estuviera mal dirigido o enfocado. Había que establecer un macabro ranking para sentencias políticas. Por lo visto el atender e intentar cuidar de la mejor manera posible a las personas mayores es motivo de reprimenda e incluso de cárcel.

Posteriormente vinieron los fondos buitre de inversión. Parece que estamos en manos del salvaje capital y éste nos extorsiona buscando beneficios sin ningún otro fin. Hay cadenas de hoteles, entidades bancarias, empresas automovilísticas, centros residenciales de ancianos, cuyo capital mayoritario son fondos o grupos inversores. Nadie ha descubierto la pólvora, el dinero busca y llama al dinero. Son negocios emergentes, como creo que técnicamente se les denomina, y por eso son golosos.

Pero por favor. Los que trabajamos cuidando a los ancianos en las residencias no sabemos de fondos buitres, ni de especulaciones económicas, ni de menosprecio a nuestros padres y abuelos. Cumplimos con un trabajo del que nos sentimos orgullosos; un trabajo que nos humaniza pues nos lleva todos los días a contemplar las bondades y miserias del ser humano. Y por ello cobramos la nómina a final de mes.

Yo personalmente he aprendido más en tres años que llevo al frente de una residencia de ancianos que en toda mi vida laboral anterior. He aprendido a escuchar, a valorar detalles insignificantes pero verdaderamente reveladores. En definitiva, a comprender e intentar entender la vida. Soy el director y propietario de un pequeño centro de 25 residentes. No tenemos ni pretensiones ni infraestructura de ser un mini hospital. No disponemos de UCI ni tenemos respiradores ni aparatos de radiodiagnóstico. Ésa no es la idea. Somos el hogar de nuestros veinticinco abuelitos. De Sara y de Carmen, que cuando no las oímos nos preocupamos enseguida. De José María, que siempre busca hablar con el encargado pues necesita de un trabajo para mantener a su familia. Y de Amparo, que prefiere el café a la malta a pesar de su tensión difícil de controlar. Podría contar una anécdota de cada uno de ellos.

¿Y los que trabajamos allí? Lucía, la cocinera, que saca los platos de arroz al horno personalizados, sabe quién prefiere más costillas y el que no quiere patata. Mabel, la enfermera, que va loca tomando glucosas y tensiones. Rosa, una de las auxiliares, que es la hija que muchos quisieron tener. Y de todos los demás, que terminamos la jornada exhaustos pero convencidos de que hemos hecho un buen trabajo.

Por todos ellos y por Sara, Carmen, José María y Amparo, por favor, no nos demonicen. Tampoco queremos aplausos. Simplemente cumplimos con nuestro trabajo. Es duro, pero nos encanta.