Cada crisis facilita nuevas oportunidades o recaída en las ilusiones. De ambas circunstancias, como resultado de una experiencia traumática caben pocas dudas, al menos por lo que nos recuerda la Historia.

La recaída es más conocida, muy propensa en la especie, sobre todo cuando se mitifica el relato de que cualquier tiempo pasado fue mejor. La fragilidad de las ilusiones no desanima a quienes las desean o postulan, por el contrario se transforman en horizontes plausibles, deseables.

Las oportunidades se envuelven en el halo de lo desconocido y en consecuencia arriesgado si se entienden como pérdida de las situaciones precedentes a la crisis. El temor a lo desconocido, y más si los conocimientos sobre el mismo son reducidos se traduce en miedo cuando no deserción de todo planteamiento racional que admita como premisa el cambio que ha producido la crisis.

El antídoto era conocido como adaptabilidad, ahora más conocido por resiliencia aunque no se trate de términos equivalentes. La segunda viene a ser el complemento de la primera: adaptarse y rehacerse vendrían a ser las respuestas a los ilusionismos, a los retornos a un pasado que a medida que se aleja del presente se transforma en idílico, en espejismo.

Pandemias con efectos devastadores, sanitarios, sociales, económicos, forman parte de la Historia. Sin ir muy lejos, el cólera en el siglo XIX, la mal llamada gripe española de 1918, o más cerca el tifus exantemático. También la tuberculosis producto de la malnutrición de una larga postguerra a la que se agregaban las ejecuciones sumarias, la venganza de los vencedores, el desmantelamiento de la red sanitaria creada por la II República, mantenida en su zona durante la misma guerra. El desmantelamiento alcanzó al fusilamiento de sus directivos médicos, como el Dr. Peset que da nombre a un centro creado para el tratamiento estas plagas, incrementadas por el hambre de los años cuarenta del siglo XX.

La gran novedad por así decir de las crisis del último tercio del siglo XX y lo que llevamos del XXI, la constituyen los medios de comunicación. Las «guerras no se declaran, se hacen», dicen algunos doctrinarios militares. Se transmiten en directo, sin las escenas truculentas de los miembros descoyuntados, la sangre. Escenas de película sin personas. En la crisis sanitaria, hospitales, batas blancas o verdes, mascarillas, aplausos.

Y el olvido. Ni terremotos, ni huracanes, ni pandemias recurrentes. La última noticia tapa y oculta la primera. El alud informativo (¿) encubre los hechos que obstinadamente siguen repitiéndose: guerras abandonadas, hambrunas crecientes, mortalidad infantil, migraciones. El individualismo más feroz se circunscribe a cuándo podré ejercer mis hábitos más sagrados, desde el almuerzo a la excursión, las vacaciones a lugares remotos que nadie de mi círculo haya pensado siquiera en visitar. O una vida rural que sus padres, desesperados, abandonaron y que acaso sean incapaces de soportar más allá de unos días de asueto.

Las crisis de seguridad a partir del 11 de septiembre de 2001, precedidas por las aventuras de Kuwait, Irak, se han traducido en un deterioro de las libertades individuales y colectivas, en el señalamiento de un chivo expiatorio, el diferente. En el binomio libertad/derechos-seguridad, la segunda gana. Eso sí, a cada crisis de seguridad ha seguido un incremento de la desigualdad entre las gentes, la desaparición de las clases medias, expoliados sus ahorros, reducido el valor de sus bienes aunque ahora se achaque el deterioro a un gobierno modestamente progresista y a la altura de circunstancias sobrevenidas.

Precariedad acentuada hasta el paroxismo por la fiebre privatizadora, cuyos efectos se hacen notar con mayor amplitud como es el caso cuando un virus afecta a la salud, en especial en las zonas, hábitats, y personas más débiles. Es decir, a la mayoría.

Empresarios «marxistas» (permitan la ironía) que ignoran serlo con asesores darvinistas sociales recrean el viejo escenario de la reproducción de la fuerza de trabajo, se llame proletariado con pico y pala o corbata de ejecutivo: empleo precario, salarios de subsistencia. Predican en tosca traducción la ley de bronce de los salarios: más trabajo y menos jornal. Añaden cínicamente la eliminación de los sobrantes viejos previa la obtención de beneficios a costa de los mismos en las residencias de ancianos. Aunque lo ignoren los antecedentes existen, de Malthus, Ricardo a la escuela de Chicago.

Para esta caterva socialmente minoritaria, alimentada en cada crisis, la solución es el retorno. Como en toda crisis, en condiciones peores para quienes la sufren, los abandonados, imprescindibles para seguir la senda de la desigualdad que tanto les beneficia.

El carácter global de la crisis permite asimismo un planteamiento de oportunidad universal. Por supuesto, las oportunidades han de tener en cuenta la dimensión local. Las fronteras estatales, a las que tan fervientemente se acogen los ayunos de perspectiva, sirven poco más que para organizar el caos de una respuesta de que se carece. De no constituir un elemento siniestro en la actual circunstancia plantear que el problema de España lo constituye el estado autonómico, y sobre todo el separatismo catalán, no dejaría de ser un chiste de pésima gracia.

El compromiso por el Planeta, que el alud informativo ha desplazado, está en la base de la recurrencia de los contagios; del mismo modo que la mundialización amenaza la resiliencia, la recuperación de los estándares de bienestar.

No, no se trata de un pacto de Estado, insuficiente en dimensiones físicas y humanas. Ni de un pacto social, entre agentes cuya representatividad se reduce a su círculo de poder e influencia, por más que ésta se magnifique mediáticamente. Se trata de un pacto entre generaciones con la vista puesta en una economía al servicio de los seres humanos y de todos los seres vivos de la Tierra.

Si los fondos europeos, condicionados, nos retrotraen al ladrillo exprés, al turismo sin límites o la automoción (si no se deslocaliza) avanzaremos con energía hacia la catarata.

Un Green Deal y un Social Deal, alternativos a los que como el rey felón, Fernando VII desean la vuelta atrás «como si nada hubiera sucedido».