Seguro que han visto esos vídeos que muestran esos detalles que conocemos en los objetos cotidianos pero como no sabemos para qué sirven nos enseñan la manera de usarlos con el propósito con el que fueron diseñados. Todo lo hacemos mal: la leche en envase de cartón se sirve por el lado opuesto, el cuerpo no debe mantener una inclinación de noventa grados cuando nos sentamos en el inodoro y las pestañas troqueladas de la caja de papel de aluminio sirven para que el tubo de cartón gire sin salirse si las metemos hacia dentro. Hay mitos que resisten al conocimiento. Creemos que los dientes sanos son blancos porque desconocemos que la dentina es marfil y naturalmente amarillenta, que el microondas emite radiaciones pero el ordenador no o que orinar sobre una picadura de medusa nos compensará con el reconocimiento del afectado, sea o no amante de la urolagnia, o admiradora del mito de Dánae.

Los han visto, sí, y me jugaría la toalla de gran tamaño -y tacto de terciopelo en promoción con esta publicación, que me falta por no cortar el cupón- a que siguen sirviendo la leche por el pitorro abierto más cercano al vaso. No se preocupen: también habrán advertido estos días que tampoco sabemos para qué sirve, ni mucho menos cómo se utiliza, la monarquía, ni gracias a qué designios pasamos del nacionalcatolicismo anticomunista a un nuevo catolicismo nacionalista autonómico anticomunista, rebozado y rediseñado con algunos fetiches doctrinarios utópicos e igualitarios sobre los medios de producción.

Antes de instruirles sobre los más recientes diseños de supersticiones que han salido al mercado, permítanme recomendarles una cosa para evitarlas: sean sinceros consigo mismos cuando hablen con los demás. No hagan como esos políticos que, cuando creen que su micro está cerrado, exhalan un «manda huevos», un «menudo rollo he soltado», un «vaya hostia nos hemos dado», ese «nos conviene que haya tensión» o confiesen que cuando la mayor parte de los jefes de Gobierno extranjeros pidieron un referéndum sobre monarquía o república instigado por Felipe González, las encuestas no daban a los Borbones como ganadores. Bajo la persona más escéptica y cínica se oculta siempre un sentimental. Quien más sabe de paradojas tiene a dos personas dentro: la que piensa y la que actúa. Lanza ideas avanzadas, sostiene verdades desconcertantes, pero avanza prescindiendo de ellas y le resulta más cómodo cerrar los ojos, aceptar las viejas costumbres tradicionales comunes y creerse que las ideas del otro se adaptan a todos los casos menos al suyo.

Las personas más anárquicas, rebeldes y descreídas en su ideología son a menudo los más reaccionarios de la vida cuando se trata de aplicar sus sistemas. Son los pastores que promulgan la paz de Dios mientras acusan con odio a los que no actúan como ellos, los que descubren que los demás no reparten bien el dinero y hacen el ridículo en los bares porque no dan propina a los camareros, como los aristotélicos que se negaban a mirar por el anteojo de Galileo. El negar no es tan molesto como el reconocer. Reconocer implica bajar el escalón que nos separa del resto de la humanidad a la que despreciamos. Hay gente que negaría la infidelidad de su pareja aunque la descubriera en la cama con el vecino. Pero el vecino no se deja sorprender porque toma sus precauciones. A no ser que bajo las sábanas entre las piernas se hayan mezclado unos millones no declarados.

Pues igual que ocurrió con la restauración de esta monarquía, el diseño de la nueva plaza del Ayuntamiento de València tiene algo de nuestro españolísimo «ya iremos viendo, lo importante es el cambio». Hay un punto en la provisionalidad que se queda para siempre, como en el bricolaje casero, un tornillo que nunca se encuentra, un reborde que nunca se lima. A mí me fascina ver bajo el ardiente sol de agosto ese amplio espacio creado sin árboles, en el que se ha rotulado con caligrafía Times New Roman, el nombre de la ciudad sobre el suelo, en un sobreesfuerzo gigante de identificación ciudadana. También saber que las viejas vías del tranvía quedarán tan emparedadas y prácticas como los restos del claustro de antiguo convento de San Francisco. Lejos de mí querer sugerir el tránsito de un vehículo económico, estético, humano y funcional sobre un terreno donde pueden ir provisionales puestos de buñuelos, pistas de hielo, árboles de Navidad, fogatas pirotécnicas y mercados ambulantes mientras el peatón disfruta de las inclemencias naturales del tiempo. Sugerir trae mala suerte y yo miro mi horóscopo en los 'me gusta' de mis redes sociales.

Todos somos supersticiosos. Cada uno en su medida. Las organizaciones políticas de izquierda compran la irracionalidad liberal o de una supuesta modernidad cívica por la superstición de que conlleva votos que a menudo no se llegan a obtener. Si se mezcla la monarquía con la democracia, es caballo ganador. Hasta que el 'jockey' se hace mayor y se ha dado a la bebida. Entre la ciencia y la barbarie, siempre se vota la barbarie. Impulsos supersticiosos, convicciones sin pruebas, manías y fobias nos gobiernan bajo una apariencia de normalidad meditada.

Cuando llegan tiempos sombríos de incertidumbres y riesgos, aflora nuestra reserva de talismanes, palabras de la suerte y presagios que nos permiten actuar privadamente con serenidad. Pero hay cínicos y fanáticos expertos en desatarlos peligrosamente en lo colectivo y nuestro siglo no parece mejor preparado que los de la Edad Media para poner remedio. Si precisamente el diseño es el arte de prever los errores y mejorar los usos, seamos conscientes de ello para despegarnos de una vez del absurdo público de no saber para qué sirven las bolsas de té divididas en dos, las cutículas, los árboles, los tranvías, la monarquía o los votos.