Observamos con cierto espanto que los contagios no cesan y que una parte de la población desoye las recomendaciones de las autoridades si no es que, como recientemente ha ocurrido en Madrid, las desafía manifestándose. ¿Qué podríamos hacer el resto de la población que nos sabemos vulnerables, tanto ante la dejadez de los poderes públicos como ante la rebeldía de algunos, dicen que principalmente jóvenes?

A mí se me ocurre poner de relieve algo que me ha llamado mucho la atención desde que comenzó la tan mal llamada desescalada, o sea, desde que se decidió acabar progresivamente con el confinamiento. Hace unas semanas ya llamaba la atención sobre el nuevo diccionario de la llamada nueva normalidad (Levante-EMV, 14/06/2020).

Tal vez la expresión más llamativa, al menos para mí, es esa distancia social que se nos recomienda y hasta se impone obligatoriamente constituyendo un parámetro de constante aplicación: dos metros como distancia deseable entre las personas. Pero mi gran duda es por qué llamarla social. ¿No es, acaso, simple y llanamente una pura distancia física?

No faltan agoreros o simplemente personas temerosas de que algún espurio interés político nos quiera cambiar nuestras costumbres a través de nuestro lenguaje común. Creo poder tranquilizarles: si reflexionamos juntos sobre esta moderna, y como todas las demás, muy difundida expresión veremos que carece de todo sentido y que, a lo sumo, puede conllevar confusión, o más bien risa porque, realmente, no tiene ni pies ni cabeza. Y, sin embargo, toda novedad, por estúpida que sea, encuentra un terreno de lo más abonado; raro es que la gente se resista a la utilización del nuevo y errado (además de errático) lenguaje.

Distanciarnos socialmente, ¿quiere acaso decir que no nos mezclemos las distintas capas sociales? Evidentemente, sería contradictorio con un gobierno y una época tan igualitarios como lo son en el presente; tranquilidad, pues, para los más propensos a pensar mal. No hay intencionalidad; lo más probable es que haya ignorancia (si no es que desdén por lo trascendente que es usar la lengua con la mayor corrección posible) o simple falta de sosiego a la hora elegir las expresiones que han de distinguir esta normalidad que también se quiere que sea nueva, no sabemos bien porqué.

Distancia social podría ser distancia de lo colectivo y de lo general o comunitario; tampoco ello es razonable, pues un individualismo promocionado desde el poder sería un neoliberalismo radical en absoluto deseado. Sea cualquiera la significación de esta elección, no doy con ella.

Y, fundamentalmente, lo que me intriga es por qué no se recurre a la más lógica de las interpretaciones y, por consiguiente, se usa la expresión adecuada: distancia física, distancia derivada de la separación lineal entre personas que no en vano miden los restaurantes, las terrazas, las iglesias y tantos otros lugares de reunión social, esta sí. Lo social es hoy, para quienes tanto temen el virus, el referente del peligro si con su práctica no se siguen las instrucciones de protección y/o separación.

Ante la falta de todo referente válido con que interpretar el lenguaje de nuestros guías o pilotos en este piélago de confusiones y temores (todos ellos reconducidos a modo de crisol a la cada vez más difuminada imagen del doctor Fernando Simón) me tomaré la libertad de interpretar la expresión 'distancia social' como la necesidad de que nos olvidemos y apartemos de nuestras mediterráneas costumbres sociales: nada de abrazos ni besos, ni apretones de manos y palmadas de espalda, y menos aún de socializar la comida (como diríamos los de mi pueblo: «tinc un perol que mulla qui vol»), etcétera. Total, que distancia social debería entenderse como la necesidad de comportarnos como británicos: gestos suaves, sin aspavientos ni cercanía innecesaria. Cortesía, nada más que cortesía. Pero, si es así, ¿por qué no decirlo claro?

Puede parecer ridículo, o cuanto menos superfluo, dedicarse a escribir sobre esto tan simple. Y, sin embargo, alrededor de esta simpleza se van situando cada día las lamentables noticias de la aparición por doquier de brotes, o rebrotes, de coronavirus que nos han regalado el dudoso honor de estar a la cabeza de Europa en el ranking del riesgo. Y, lo más curioso, nadie verdaderamente representativo toma la palabra para explicarlo.

Pronto habrá que volver al colegio y esperamos que asomen nuestros guías y nos hablen claro. Y mientras tanto, sigue un dramático y grave distanciamiento social del que nadie habla aunque a tantos nos afecta: la distancia social, física y visual (que ya es el no va más de la agudeza científica del ojo clínico) que nos separa de nuestros médicos; ya nadie habla de las listas de espera, ¿para qué?

Es bien sabido que la principal cortesía del escritor con sus lectores es la claridad, el dejarse entender. Creo que lo mismo, o más aún, habría que exigir a nuestros políticos, caso que les apetezca algún día dejar de hablar de ellos mismos, de sus partidos y de sus adversarios, para hablar de nuestras inquietudes y problemas sociales, estos sí, también.

A la ciudadanía se nos ha dejado al albur de la soledad y el aislamiento autoimpuesto (huyendo de quienes no respetan ni distancias físicas ni recomendaciones protocolarias) con la sola voz e imagen del doctor Simón, que representa hoy la síntesis de toda ciencia y esencia para que nos repita una y otra vez lo mismo: que puede ser, o no, que hay muchos brotes pero no pasa nada, que al decir de Shakespeare, la cuestión es ser o no ser. Total, que ni sí ni no, sino todo lo contrario.