En esto de la política española nos pasa como aquel que «dejó de fumar pero reincidió porque le perseguían los ceniceros hambrientos». Algunos son tan radicales en sus posturas que si se trata de conservar la moralidad «son capaces de perseguir hasta las conjunciones copulativas». Estas dos greguerías del inimitable Gómez de la Serna retratan buena parte del carácter español en materia política. Muchos de los que lucharon en la guerra civil o sufrieron sus consecuencias tuvieron la grandeza de vivir con el deseo de superar el recuerdo de presenciar asesinatos o encarcelamientos injustos. De una manera heroica, callada, asumieron la necesidad del perdón y de la reconciliación y fueron, precisamente algunos protagonistas directos de aquellos enfrentamientos previos al estallido del 36, caso de Carrillo y La Pasionaria, los que lideraron la izquierda dispuesta construir una España donde nunca más se llegara a la guerra civil. Tampoco conviene olvidar que los vencedores de la contienda, inmediatamente después de muerto Franco, hicieron el esfuerzo de autodisolverse, no sin grandes tensiones internas entre las fuerzas que mantenían la camisa azul y los que entendían que había llegado el momento de aparcar los sentimientos dentro de cada casa y salir al ágora con el espíritu de consenso. Eso fue la Transición, en la que todos perdieron para que España ganase.

Aquella España se propuso dejar de fumar pero parece tentada a reincidir porque hay demasiados ceniceros con hambre de venganzas aparcadas durante décadas. Ceniceros que en tertulias, en columnas, en escaños, insisten en demonizar al discrepante antes que escuchar y esforzarse en comprender que la razón no la puede monopolizar nadie porque nadie posee la verdad absoluta. Los defensores de la moralidad, esos que persiguen conjunciones copulativas, harían bien en comprender que hace siglos de la separación de poderes civiles de eclesiásticos. Reivindicar los valores de la Transición es reclamar la España del consenso frente al disenso agresivo; reclamar la necesidad de olvidar agravios para construir futuro. Siempre serán más las cosas que nos unan a los españoles con los propios españoles que las que nos separen. También son más las cosas que nos unen con los inmigrantes desesperados que llegan en busca de esperanzas que las que nos separan de ellos. Al final, la grandeza de un país, como la de cualquier persona, se mide por lo que vale y no por lo que tiene.

Hoy más que nunca conviene a este país diverso olvidarse de debatir sobre cosas del pasado cuando se nos escapa el futuro de las nuevas generaciones. Los españoles queremos que los gobiernos gobiernen para todos y no para emocionar y enardecer a los suyos; queremos que los gobiernos respeten la división de poderes, fundamento de la democracia y la libertad. No queremos experiencias que en nombre del pueblo ahoguen la discrepancia y fulminen libertades. Queremos que respeten la Declaración Universal de Derechos Humanos, construida tras la derrota de los totalitarismos y que no sucumban a la tentación del enriquecimiento. Y que desde el Rey al último funcionario respeten el dinero de todos y sean ejemplo de servicio al bien común. Que podamos dejar de fumar sin que los ceniceros nos persigan.