A los valencianos, desde siempre, nos han dado un caramelo y nos hemos callado. O conformado, que para el caso es lo mismo. Tenemos afición por los caramelos. Otros han empujado y se han rebelado. Nosotros anidamos en esa envoltura legendaria del ‘meninfotisme’ natural heredada de generaciones anteriores -¿desde los habitantes de la Cova Parpalló?- y que ha de formar parte ya del ADN de la población, como constatarían las leyes del evolucionismo a poco que nos investigaran en el laboratorio: la función crea el órgano. El último e inmenso caramelo que nos ‘regalaron’ los foráneos y que nos tragamos ipso facto los indígenas sin preguntarnos el por qué de tanta generosidad portaba un mensaje maldito en su interior consistente en hacernos creer que la desastrosa pérdida de las entidades financieras valencianas era poco menos que necesaria por «razones económicas de Estado». Que era inexorable, vaya. Y que nosotros éramos los culpables por zánganos, enviciados y libertinos. Tragaron todos, desde el más alto rango autonómico hasta el último becario del periodismo, salvo alguna excepción, y así se volatilizaron Bancaja, la CAM y el Banco de Valencia en la nada como si desde su fundación hubieran sido poco menos que nada (y no fueran sociedades centenarias de nuestro patrimonio colectivo). La doctrina que divulgaron era eficaz y robusta, sólida como un buen plato de lentejas con chorizo: los nuestros eran los bancos más tocados por la crisis (no era cierto, como se demostró enseguida), había que refundir las cajas en todas las partes de España (de eso, nada, monada, como también se demostró), los niveles de corrupción política eran paralelos a los niveles de corrupción financieros (habría que medirlo empíricamente), el credo europeo pedía intervenciones y, claro, las entidades financieras valencianas no se podían sostener. A partir de ahí, con ese imaginario en la mano, ya podían los ‘foráneos’ del caramelo -los elevados salones político/financieros de Madrid y Barcelona- echar a los jueces al campo de batalla, presentar un aluvión de denuncias y querellas, algunas respaldadas por muchos intereses particulares, y así empaquetar de credibilidad todo un proceso en el que emergían desde la sombra tanto intereses privados como geopolíticos. Mientras eso sucedía, nosotros, los valencianos, le dábamos al caramelo. A continuación, Madrid envió a un empresario -no a un funcionario con garantías de neutralidad- a liquidar la CAM y el Banco de Valencia (¡al mismo!), que como todo empresario tenía sus ligazones financieras, y a fe que liquidó el Banco de Valencia: la operación se cerró comprándolo la Caixa por un euro. Señor, ¡por un euro! ¿No había otra cifra más digna, menos humillante para la memoria colectiva valenciana? Por un euro y con muchas ayudas del Frob a la entidad compradora, por supuesto. Qué ilusos. Todos felices con la narrativa transmitida desde Madrid y Barcelona: la izquierda, el centro, la derecha y la maltrecha sociedad civil. («Levantinos, seréis siempre unos niños, os ahoga la estética», decía Miguel de Unamuno.) Siempre igual. Pasados los años, sin embargo, ha resultado que cada autonomía conserva sus bancos o sus antiguas cajas de ahorros, refundidas o no, modernizadas o no. Que cada autonomía con un cierto peso posee un nervio financiero a su lado, de Cataluña al País Vasco, de Andalucía a Galicia. Y que los únicos que hemos pagado aquel pato precocinado en las altas esferas hemos sido los valencianos. Los ‘otros’ mantienen sus entidades, con sus dificultades o sus glorias, pero ahí están. ¿Dónde están las ‘nuestras’?

Lo diremos enseguida, para que dejen de insistir los anticatalanes o anticatalanistas que en esta tierra han sido o todavía son (del ser a la nada solo hay un paso, un infarto). Están en manos de los catalanes, nuestros queridos vecinos del norte. (Hay una antigua expresión que todavía se pasea por Roma, de cuando los Borja se hicieron con el papado: «Oh Dio, la Chiesa romana in mani dei catalani»). Si desde los años 70 no hubieran dispuesto las élites conservadoras de València y alrededores un relato contra el «peligro catalán» que alcanzó la calle con bombas y bastonazos, uno no recordaría la tan elogiada dialéctica de los hechos actuales. Que es muy simple: el antiguo sistema financiero valenciano -Bancaja, la CAM y el Banco de Valencia- está ahora «in mani dei catalani» (pero esta vez de verdad, no como los Borja, que eran paisanos). A mí ni me parece mal ni me parece bien. Ya se apañarán. Pero hasta el otro día aún andaban algunos políticos de aquí sacando a bailar los demonios catalanes y hoy santifican el estado actual de las cosas, además de urgir para que la sede social de la nueva Caixa (no la operativa, eh, no nos engañemos) resultante de abrazarse a Bankia, o de deglutirla, resida en la valenciana calle de las Barcas, cuya geografía rinde tributo hoy al bello logotipo de Miró en casi toda su extensión, desde que entras hasta que sales.

Ya digo que a mí, plim. Aunque convendría clarificar algunas cosas. La primera es que los actores públicos valencianos no pueden ser víctimas del síndrome de Fabrizio del Dongo, el protagonista de ‘La cartuja de Parma’ que se halla por casualidad en medio de la batalla de Waterloo y se pregunta qué está pasando (esa pérdida de perspectiva, tan propia de la política y del periodismo, atrapados en un día a día constante, que impide levantar la mirada, resulta fatal para establecer criterios amplios y no sesgados). La segunda es que la política valenciana se ha olvidado muy pronto del muerto aún caliente (el empresariado también, pero es su característica), que era de su propia familia, lo que constituye una falta de respeto: generaciones y generaciones alimentaron con paciencia las entidades financieras de aquí. Tercero. Que por eso mismo, por el escaso culto a nuestra memoria, sucede lo que sucede en este país, reino o región: su falta de cohesión, sus fragilidades, su personalidad atomizada, su achuchada identidad (lo estamos hablando: la genuflexión generalizada que hubo ante el ideario construido por los poderes madrileños y catalanes en la voladura del sistema financiero valenciano y nuestra indiferencia actual, cuando no entrega, a quienes urdieron la voladura). Cuarto. Que aunque los hechos digan lo contrario, y se repitan una y otra vez como una letanía, lo que queda al final es la leyenda (los pueblos se construyen con leyendas, decía Borges), de modo que los abismos de las cajas valencianas también habitaban en las españolas, y no sólo aquí, aunque aquí parecía que habíamos matado a Manolete porque venía muy bien y era más creíble acompasar el hundimiento de las cajas con la corrupción política, todo en el mismo fango. Quinto. Que hay una corriente actual que anda masticando el chicle de la creación de un banco público valenciano, que es lo que nos faltaba para el euro: no querrán los mismos que se quejaban de que había demasiados representantes políticos en las cajas pretender ahora la ‘politización’ total del dinero. Y sexto. Que tampoco hemos avanzado mucho desde que el conde duque nos sentenció como «muelles» a los valencianos (tal vez por nuestra indolencia histórica). «Muelles», «meninfots», y sin aparatos financieros propios.