Durante la preparación de la exposición que ahora se expone en la Fundación Bancaja, Antonio López me contó una cosa que no sabía: «En el año 1963, o por ahí, recibí una llamada de teléfono de unos chicos que me dijeron ‘Somos de Valencia, somos pintores y nos gustaría visitarte’: eran los futuros miembros de Equipo Crónica».

La información es interesante. La fecha debió ser más bien 1964 o comienzos de 1965. El Equipo Crónica se constituyó a comienzos de diciembre de 1964. La idea de trabajar en equipo había surgido a lo largo de la primavera y el verano de ese año en una serie de reuniones que tenían por objeto la constitución de Estampa Popular de Valencia y en las que, junto a Solbes, Toledo y Valdés, participaron otros artistas valencianos. En ellas, además de perfilar el proyecto, se comentaban textos y se discutía de historia y de teoría del arte. El tema central de esas discusiones era el realismo. La visita a Madrid de los dos artistas que recuerda Antonio López se explica en ese contexto de 1964. Desde comienzos de la década, y a pesar de su juventud, Antonio se había convertido en el referente más claro de la nueva corriente realista. Conocíamos su pintura (en reproducción) por múltiples vías, especialmente a través de Vicente Aguilera Cerni, el fundador y director de la revista ‘Suma y sigue del arte contemporáneo’, que acababa de dedicar monográficamente su número 3 (primavera de 1963) al realismo en Europa.

Estampa Popular de Valencia y Equipo Crónica no fueron los únicos ejemplos valencianos de aproximación al realismo. Otros artistas de su generación, desde el Equipo Realidad a Armengol, Boix o Heras, siguieron una deriva semejante. Por supuesto, cuando se hablaba de realismo, se concebía como una corriente amplia, que podía tener manifestaciones muy diversas. La novela de la época ofrecía ejemplos claros de una diversidad parecida. No era lo mismo el realismo de Delibes que el de Sánchez Ferlosio o el de Gabriel García Márquez

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Volviendo al realismo pictórico valenciano, me gustaría detenerme en el caso de Genovés. Aunque venía con frecuencia a València, Genovés vivía en Madrid. Allí había fundado, junto con otros tres pintores, el Grupo Hondo, considerado por la crítica como el ejemplo más destacado de una nueva figuración en la que resonaban ecos del giro realista. Tras la disolución de Hondo en 1963, Genovés comenzó una serie de cuadros en los que representaba, con un realismo extremo, lo que parecían ser víctimas de la violencia policial: mujeres y hombres de espaldas atrapados contra un muro. De ahí pasó, en 1965, a la conocida pintura de multitudes que le ha valido el puesto destacado que ocupa en la historia del arte español del siglo XX. Quizá merezca la pena señalar, al hilo de la exposición de Antonio López, la simpatía personal que siempre existió entre los dos pintores. Genovés fue el primer artista español contratado por la Galería Marlborough de Nueva York. Antonio López lo fue cuatro años más tarde, y, según cuenta él mismo, lo fue por mediación de Genovés. Por otra parte, la admiración del pintor valenciano por el manchego encuentra su mejor expresión en una serie de paisajes urbanos de Madrid, pintados en los años 1980, que son iconográficamente muy parecidos a los de Antonio López, aunque están pintados de manera muy diferente.

Como historiador, siempre he defendido la tesis de que el realismo ha sido una de las corrientes fundamentales del arte del siglo XX. Es verdad que la historiografía dominante ha sido reacia a aceptarlo. En los años 50 y 60, la versión más difundida del realismo moderno era seguramente la que derivaba del pensamiento neomarxista. El realismo italiano, como el valenciano, estuvieron influidos por ese marco doctrinal. Pero hubo también otros realismos, entre ellos el de Antonio López, Edward Hopper o Lucian Freud, que nada tenían que ver con el marxismo o el neomarxismo.

La verdad es que el realismo estuvo estrechamente asociado a la modernidad desde sus orígenes. La novela moderna deriva del realismo de Flaubert y del naturalismo de Zola. Y la pintura moderna deriva del realismo de Manet, el primer artista que formuló la tesis central del modernismo realista: hay que mostrar la realidad de la vida desde la propia experiencia (hay que ser realista), por tanto hay que pintar desde y para su propio tiempo (hay que ser moderno). Un parecido paralelismo entre pintura y literatura en el desarrollo del realismo moderno se dio también en la València del entresiglo XIX/XX, donde la pintura de Sorolla nació y se desarrolló en un contexto marcado por la novela naturalista de Blasco Ibáñez. Continuando con València, pero desplazando el foco unas pocas décadas, es indispensable recordar un realismo muy diferente, que se dio en el clima turbulento de los años 1930. Me refiero a Josep Renau, una de los precedentes más importantes de Equipo Crónica. Al tiempo que formulaba y desarrollaba su concepción del fotomontaje como una forma nueva de realismo, inspirada en los ejemplos alemanes de John Heartfield y Bertold Brecht, Renau citaba en sus escritos polémicos de Orto y Nueva Cultura la literatura realista norteamericana de aquella época: John Dos Passos, Upton Sinclair o el poeta Carl Sandburg. Más tarde, a principios ya de los años 60, el fotomontador valenciano, miembro entonces del Comité Central del Partido Comunista Español, entró en una sonora polémica con otro miembro del mismo órgano, Fernando Claudín, para defender el realismo social que propugnaba en aquel momento la mayoría de los partidos comunistas europeos, encabezados por el de la Unión Soviética.

Dos Passos, Sinclair y, sobre todo, Brecht, fueron también lecturas decisivas para los miembros de Equipo Crónica. Junto a ellos, naturalmente, habría que citar a los escritores españoles de su propio tiempo, esa brillante constelación que arrancó con Miguel Delibes y continuó con Juan Marsé, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Luis Martín Santos o ‘El Jarama’ de Rafael Sánchez Ferlosio. Esta última novela fue especialmente importante, por cierto, para Antonio López y sus amigos pintores madrileños.

Pero la asociación entre realismo y modernidad se prolonga hasta nuestros días. Volviendo a València, me gustaría terminar esta breve nota con Rafael Chirbes, seguramente el escritor moderno valenciano más importante del siglo, después de Blasco Ibáñez, para señalar el paralelismo que se puede observar entre su trayectoria y la de Antonio López (pese al desfase cronológico que media entre ambas). Si la voz femenina de ‘La buena letra’, en su evocación íntima de la vida rural valenciana, recuerda el realismo casi mágico de la primera época del pintor manchego (el de cuadros como ‘La alacena’ o relieves como ‘La mujer dormida’), la maduración de sus respectivas trayectorias ha ido llevando, a uno y a otro, hacia grandes paisajes urbanos, como Madrid desde la torre de Vallecas, o amplias novelas corales, como ‘Crematorio’, creaciones cada vez más ambiciosas, más objetivas, más sobrias y, finalmente, más realistas y más modernas.