Cada organización tiende a crear un lenguaje con especificidades propias, cuya amplitud se dilata a medida que resulta más amplio y complejo lo que la organización crea, gestiona y controla. Las Administraciones públicas representan un caso excepcional a este respecto, ya que, por la abundancia de los intereses que vigilan, de los bienes públicos que producen y de la totalidad de objetivos que asumen, generan una abundancia de lenguaje -el lenguaje administrativo- que, con el tiempo, ha dado paso a diferentes campos de especialización. Un lenguaje que abarca desde lo que nos es cercano, como el reglamento de circulación, a lo más abstruso, como la fijación de la seguridad aplicable a la energía nuclear.

Esta última parte del lenguaje administrativo resulta lógico que forme parte del acervo destinado a los especialistas. Por citar otros ejemplos, parece improbable que, en nuestra vida cotidiana, experimentemos la necesidad de conocer cómo se declara una plaga vegetal o qué dimensiones adoptan las jaulas en el transporte de los animales de granja. Existen, por el contrario, territorios de las administraciones públicas que nos son mucho más cercanos. Entre estos destaca el de las normas fiscales y su aplicación: el cuerpo de disposiciones de diferente rango que establecen el motivo por el que tenemos que pagar cada impuesto, su cuantía, cuándo hacerlo y a qué nivel de la administración fiscal dirigirnos.

En España, a partir de 1978, se desarrolló una amplia reforma fiscal que permitió superar un sistema impositivo previo que pecaba de injusto e ineficaz; entre otras causas porque era regresivo, obviaba hechos imponibles relevantes, calculaba parte de la carga tributaria tomando como base estimaciones influenciables por grupos de presión y carecía de una burocracia suficiente y con medios de gestión apropiados.

La amplia corrección del sistema fiscal español aplicada desde entonces no ha impedido que, como en otras parcelas de las Administraciones, permanezca un lenguaje que resulta críptico. Algo que ocurre pese a que al sector público se le ha sugerido un conjunto de principios que, si bien a distinta velocidad, están moldeando un enfoque de su presencia mucho más cercano a los intereses ciudadanos. Transparencia, dación de cuentas, protección de la persona frente a la arbitrariedad y la indefensión, calidad y estabilidad de las leyes, son algunos de ellos. Principios que se cumplen desigualmente -la estabilidad goza de escasa atención en el terreno impositivo- pero que, en cualquier caso, dejan fuera de juego otro principio deseable: el de la sencillez en la comunicación e interlocución con el ciudadano.

Sencillez significa que la norma legal se exprese con un lenguaje accesible, entendiendo por tal el que comprendería una persona con un nivel de formación medio, capaz de asimilar lo que le transmiten los periódicos. Significa que el acceso a la Administración sea fácil, empleándose recursos informáticos de difusión generalizada y dejando abierta una vía sencilla de contacto humano para quienes no pueden permitirse las vías estandarizadas. Un objetivo de accesibilidad que se puede medir, indirectamente, evaluando el uso de recursos de terceros, como consultores y gestorías. A menor necesidad de empleo de los anteriores, mayor autonomía personal en la resolución de las obligaciones públicas, afloración de un ahorro económico y la evitación de facilitadores sospechosos.

Ahora bien, elevar el índice de sencillez impone diversos deberes al sector público. Los funcionarios necesitan sentirse parte del proceso y aplicar normas internas de edición -libros de estilo- a su forma personal o corporativa de expresarse. Las leyes y otras disposiciones precisan revisarse antes de su aprobación para asegurar una doble idoneidad: la que reclama la seguridad jurídica y la que requiere la comprensibilidad de su contenido. La Administración puede mantener, además, una vía abierta a la cooperación con profesionales de la facilitación lingüística. Pasos posibles para la implantación de un principio que, en último término, estimula el ejercicio de una ciudadanía activa y sin intermediarios.