La ley de eutanasia aprobada recientemente en el parlamento ha suscitado un profundo debate tanto en su génesis como tras su aprobación. Tras analizar las múltiples opiniones al respecto, se aprecia que la mayoría de ellas están sustentadas sobre dos aspectos, uno es el ideológico y otro el de las creencias religiosas. En el primer caso se plantea la posibilidad de que nos encontremos ante un asesinato encubierto o suicidio asistido y por tanto considerada como delito, añadiendo el dilema moral de suprimir una vida ajena. Todo ello a pesar de que la ley requiere de la voluntad expresa del propio interesado con plena lucidez. Se arguye como ejemplo, el de un posible anciano al que se quisiera hacer desaparecer porque de esa manera nos ahorraríamos un pensionista y de paso la malvada familia heredaría algunos bienes, lo que requeriría por otra parte la colaboración de un desaprensivo profesional sanitario que se prestara a ello y de paso un juez sin escrúpulos que lo avalara, sin tener en cuenta que habría que contar con el propio interesado, que es quien la tendría que solicitar. Todo ello más propio de un relato surrealista y lejos de la realidad, puesto que la mayoría de los solicitantes de eutanasia no se ajustan a ese perfil, sino que suelen ser personas jóvenes o de mediana edad afectadas de enfermedades generalmente neurológicas que dejan importantes secuelas físicas de forma irreversible y que generan un sufrimiento insoportable.

El otro aspecto es el de las creencias, basado en el hecho de que existe un ser supremo que es el responsable de darnos o quitarnos la vida y por tanto nos debemos a su voluntad al no ser dueños de la misma. En tal caso y al ser un argumento basado en la fe es difícil rebatirlo si se carece de ella aunque en todo caso las creencias se pueden difundir pero no imponer. Por otra parte es frecuente recurrir al ejemplo de algunas personas con graves discapacidades que las asumen con resignación gracias al poder que les confiere su fe y que por tanto, siguiendo su criterio, podría ser asumidas por otras.

Es frecuente asimismo contraponer a la práctica de la eutanasia la opción de los cuidados paliativos obviando que son situaciones completamente diferentes, ya que en el primer caso se necesita la voluntad con total lucidez del solicitante y en el segundo caso es una práctica que se realiza cuando el paciente está en las últimas horas o días de un proceso terminal y por tanto incapaz de solicitarla, siendo su aplicación en este caso un deber ético de cualquier profesional sanitario.

Al final y tras un arduo debate sobre el tema, el problema que subyace de fondo es el sufrimiento humano ante la impotencia de sobrevivir en una situación límite y sin ninguna salida, un sentimiento exclusivamente personal y difícilmente evaluable y al que la sociedad tiene que dar una respuesta. En este sentido la pregunta que debiéramos plantearnos es si es lícito imponer el sufrimiento por motivos ideológicos o religiosos.