En estos tiempos y a estas alturas —ya considerables, tras cumplirse un año— de la feroz pandemia ocasionada por el coronavirus SARS-CoV-2, lo que crece en detrimento del interés por conocer las causas y origen de la misma es el debate político y social sobre la efectividad y los ritmos de las campañas de vacunación. En tono menor, hay curiosidad por saber sobre la falsa (por discriminatoria) necesidad de disponer de un carnet sanitario que concedería a los ‘inmunizados’ un estatus privilegiado.

Poco sabemos sobre sobre las investigaciones científicas en curso, aunque nos conste que haya personas y entidades trabajando, tanto para descubrir el origen del virus como para garantizar la eficacia de las vacunas —Pfizer, Moderna, AstraZeneca, Sputnik V y la recién llegada Janssen— que coexisten en el mercado farmacéutico. Sin embargo, conocer algo mejor las dudas y avances de la maquinaria humano-tecnológica dispuesta para vencer al virus generaría una confianza de la que hoy, al menos, colectivamente, no disponemos. Con ello, tanto el trabajo científico como el papel desempeñado por las instituciones y los políticos que las gobiernan en representación de sus electores, saldrían beneficiados.

Escasa o nula es la información que poseemos, pese al reciente viaje de expertos de la OMS (cuyas conclusiones desconocemos) acerca de las iniciales sospechas sobre el origen de este virus, si todo empezó o no en la ciudad china de Wuhan, si el transmisor fue el armadillo o pangolín de prehistórica apariencia o si el bicho causante de nuestros males fue el popular y fallero murciélago demonizado por Bram Stoker y otros escritores y cineastas con sus ficciones acerca del mítico conde Drácula.

Mucho me temo que del viejo refrán acerca de que el pueblo —vocablo ambiguo— necesita pan y circo (podría traducirse, son ejemplos, por estabilidad en el empleo y por disponer de fútbol a diario), el poder proporciona el circo —o sea, la apariencia, la imagen, la estética o la cosmética— casi siempre a costa del sufrido pan, es decir: el fondo, el guion, la ética o la esencia. Lo vemos y oímos en los telediarios (alimento informativo casi único de ‘las masas’). En tono, a veces engolado, otras pomposo e incluso vociferante, locutoras/es y presentadoras/es interpretan un guion elaborado en sus redacciones que, en ocasiones, tiene poco que ver con las imágenes proyectadas, cuando no presentan evidentes contradicciones. La persistencia en pantalla de ciertas imágenes, desmentidas por el guion ofrecen —voluntaria o involuntariamente— publicidad gratuita a ideas y sucesos tenidos como tóxicos.

Tampoco resultan tranquilizadores los devaneos sanitario-informativos, pese a todo el discreto encanto que posean, del doctor Simón como portavoz gubernamental en televisión o, las fluctuantes posiciones y difusas explicaciones de la Agencia Europea del Medicamento (EMA) en relación con el trasiego transfronterizo de vacunas, sobre la eficacia real de cada una de ellas y sobre la oportunidad de su aplicación a ciertas franjas de edad. No quedan la EMA y otras agencias como la propia OMS libres de sospecha acerca del inquietante desfase entre planes y proyectos de inmunización y la precaria realidad las campañas de vacunación de diversos gobiernos europeos.

Resulta palmario que ha existido y existe un cierto desbarajuste, un descontrol si lo prefieren, un control irregular e ineficaz, sobre las empresas proveedoras de vacunas, sobre su discriminatoria distribución y venta en diversas áreas geográficas de Europa y del mundo. La impresión general de que ha funcionado la venta de vacunas al mejor postor planea sobre un ambiente cargado de incertidumbre y de miedos pandémicos ante una cuestión decisiva para la salud pública y privada.

En estas, y en nuestro solar europeo, es el máximo organismo comunitario, la Comisión Europea, quien «abona la reserva» de vacunas, pero es cada Estado el que salda la factura final en función del número de viales que tenga previsto comprar. También es cada Estado en particular quien fija los grupos de edad a vacunar y regula la frecuencia de las campañas en función de sus necesidades, sin contar con los imponderables de falta de producción o suministro.

Nadie parece saber a ciencia cierta los criterios que rigen para definir lo que es un trabajador esencial o el desempeño de una función de alto riesgo para la salud propia… Sí sabemos, por ejemplo, que un administrativo que trabaja aislado en un despacho o el primo hermano de un político influyente o el cuñado del chófer de un directivo ya están vacunados, antes incluso que el personal sanitario que combate en primera línea o que los maestros (genérico) de escuela que se exponen a diario a los contagios. Pero, no me malinterpreten, son casos excepcionales, claro, pues es deber de buen cristiano y patriota esperar y confiar. Y lo hacemos, y no solo en la eficacia de las vacunas, sino también en la honradez de quienes las administran y gestionan.