Durante los primeros meses de convivencia con la pandemia de la covid-19, la mayor crisis sanitaria mundial desde hace un siglo, todas nuestras miradas se fueron focalizando en las estadísticas detalladas, minuciosas del elevado número de fallecimientos a consecuencia de la misma, por días, semanas, meses, por poblaciones, comunidades autónomas, países, continentes, su reparto por edades, sexo, profesiones y estatus social. La cantidad de muertes en todos los lugares del mundo ha alcanzado en el año 2020 las cifras más altas en tiempos de paz, desde los últimos conflictos bélicos, solo entonces fueron superiores, bien fuera durante la segunda guerra mundial o en el transcurso de la contienda civil en nuestro caso.

En el polo opuesto a los decesos están los nacimientos. Históricamente todas las grandes crisis, sean bélicas, sanitarias o económicas, llevan implícita una vehemente bajada de la natalidad, si bien, por motivos diversos: Unas veces la infección afectó especialmente a las personas en edad de procrear, otras los varones se han alejado de sus consortes para incorporarse al frente de batalla, en algunas ocasiones las condiciones de precariedad -hambre, miseria, miedo- han debilitado e incapacitado el cuerpo femenino para la procreación. Ninguna de estas circunstancias se ha producido de manera remarcable durante la presente infección, al menos en los países desarrollados, la enfermedad no se ha cebado con los jóvenes, no se han producido situaciones de necesidad extrema y evidentemente las parejas no han sido forzadas a vivir separadas sino todo lo contrario, el confinamiento las ha obligado a cohabitar las veinticuatro horas del día.

Se podía pensar que tras el confinamiento obligado habría un repunte notorio de nacimientos, como ha sucedido históricamente tras la superación de los sucesivos trances. Por eso, a partir del cumplimiento de nueve meses del inicio de la epidemia se suscita de forma espontánea la atención de los ciudadanos por conocer cual ha sido la fluctuación de la natalidad y su comparación con períodos paralelos de los años precedentes. Las primeras estadísticas reflejan que a partir de diciembre de 2020 la natalidad de nuevos seres humanos ha descendido manifiestamente, por debajo de la línea que ya era una constante pendiente de bajada desde cinco décadas atrás, motivada por factores tales como la incorporación de las féminas al mundo laboral, el paro juvenil, las dificultades de acceso a la vivienda, los impedimentos puestos a las mujeres embarazadas u ocupadas en la crianza de sus hijos pequeños . Hay quien ha definido esta situación como un “invierno demográfico”.

Cabe razonar la posibilidad de que en el tiempo presente, con medios de control de la natalidad y posibilidad de programación de los alumbramientos, los potenciales padres y madres hayan ponderado las circunstancias, riesgos sanitarios, inseguridad económica y laboral, incerteza, miedo al futuro, y han aplicado responsablemente el principio de precaución, aplazando para mejores tiempos la vocación natural a la paternidad y maternidad. Se planteaban otros si el efecto “baby flop” del 2020 podría seguirse con un “baby crash” en el 2021 y siguientes o si por el contrario los afectados habrán abandonado la idea de tener más descendientes, a lo que no es tampoco ajeno el hecho de que la primera maternidad, y por tanto también las sucesivas, se atrasan cada vez más, a los 28 años en Francia, 31 y 32 respectivamente en Italia y España. La tasa de natalidad es, en el mismo orden en los países citados, de 1,7 de 1,29 de 1,26 hijos por mujer, en tanto que la renovación generacional se sitúa en 2,1.

Una cuestión potente que subyace a este interés y preocupación por la natalidad nos lleva al concepto de “índice de vejez” que refleja la relación entre las personas mayores de 65 y los menores de 15 años de edad; consideremos a título de ejemplo el dato de Italia, en 1950 era 33% y en 2020 ha subido a 180%, (hasta el 300% en las regiones más despobladas), lo cual pone de manifiesto que en la primera fecha había un anciano por cada tres niños y en este momento, en cambio, casi solo un niño por cada dos jubilados, (uno por cada tres en las de menor densidad humana). De ello se pueden aventurar las consecuencias para un futuro no lejano: problemas de sostenibilidad del modelo de pensiones, dificultades para asumir los cuidados de los mayores. Eso ha acentuado la preocupación de las autoridades y ha llevado en el país transalpino a que el Senado aprobara el día 30 de marzo, casi por unanimidad, una ley sin precedentes, de apoyo a la natalidad.

Pero no todos hacen la misma lectura de los hechos, una de mis amistades, que se confiesa discípulo de las ideas malthusianas me recuerda que en el año 1.900 los habitantes de España eran no muchos más de 18 millones, que en 1960 superaban los 30 y en 2019 estábamos en torno a 47; a nivel del globo terráqueo, hace hincapié, en el 1.800 se calcula una población en torno a 1.000 millones, pasados tan solo dos siglos llegaban a 6.000 millones y al finalizar el 2.019 habían ascendido a 7.700. Vistas las cifras habrá que convenir con el británico que ese crecimiento se aproxima a una progresión geométrica, en tanto que el crecimiento de los alimentos es más parecido a una progresión aritmética, evidentemente mucho más lenta. Siguiendo por esa vía no faltan tampoco los “casandras” que pronostican, si se mantiene este ritmo, 11.400 millones de seres humanos para mediados del presente siglo y hasta 15.300 para finales del mismo; los recursos de todo orden, en especial los alimentos y el agua devendrán insuficientes, con las consecuencias catastróficas que cabe imaginar. De ahí deriva la falta de preocupación de mi amigo por los últimos datos estadísticos.

Por tanto, diríamos que esos potenciales padres que han optado por no serlo en el momento presente ante una pandemia arrolladora, un mundo armado hasta los dientes, superpoblado, insolidario y cada vez más competitivo y desigual, reflejan una actitud reflexiva y una toma de conciencia. ¿Qué se puede deducir de una realidad en la que hay tres millones y medio de refugiados en Siria, otros incontables jugándose la vida para cruzar el Mediterráneo, unos niños que todavía no han cambiado los dientes de lecha abandonados por sus padres al otro lado del muro americano esperando que la suerte les depare un mundo más agradable, la Unión Europea que abona cantidades enormes a Turquía (6.000 millones de euros) para evitar la entrada en Europa de los huidos de la guerra?

En los tiempos que nos ha tocado vivir, cuando afortunadamente la maternidad y paternidad es una opción y no obligación, hay que defender que se asuma con responsabilidad, reflexión, ponderación y conscientes de su transcendencia. A la sociedad compete crear todas las condiciones necesarias para que los progenitores puedan criar a sus hijos sin penurias y puedan gestionarles un futuro acorde con la dignidad que corresponde por igual a todos los seres humanos.