Con la resaca del día 23 de abril, Día de San Jorge o Sant Jordi, dejamos atrás la celebración del patrón de Cataluña, del Día de Aragón y, por supuesto, del Día Mundial del Libro.

Cuenta la tradición que, en Montblanc, municipio de la provincia de Tarragona, existía un animal fabuloso, con forma de dragón, que ponía en peligro el reino. Aterrorizados, los residentes determinaron suministrarle un par de corderos para calmar su apetito, pero ésta no fue la solución. Los animales empezaron a escasear y decretaron enviar un hombre y un cordero (entendemos que para economizar los recursos).

Aunque existen distintas versiones, todas ponen el foco en la princesa. Unas dicen que fue el pueblo quien se cansó de que ningún miembro real actuara, y otras, sitúan a la princesa como mujer escogida por el azar para unirse al cordero, como ofrenda. Sea como fuere, el ilustre Jorge emergió para matar al dragón clavándole su espada y, de la sangre del mismo, surgió un bello rosal rojo, del cual Jorge obtuvo la flor que le regaló a su princesa.

Estos días, Sant Jordi ha plantado cara a la pandemia en la que nos encontramos sumergidos. Una gran multitud de individuos han recorrido las paradas y los tenderetes en busca de libros y rosas. Las ganas de recobrar nuestra normalidad más primitiva se abren paso en cada esquina. Volvemos a escuchar el runrún en la calle, y debajo de las mascarillas se vuelven a esconder viejas sonrisas.

Un paciente ingresado por covid en el Hospital de Sant Pau i Santa Tecla, en la misma provincia donde la tradición ubica los hechos legendarios de los que he venido hablando, recibe la visita de su hija para darle algunos presentes por esta festividad: una rosa y un libro. La escena me conmueve tanto que pronto empatizo con esta familia y comparto su sufrimiento como si fuera mío.

Muchas cosas buenas y racionales, dentro de lo que somos como especie humana, que chocan con lo que me vengo encontrando últimamente en mi día a día. Discursos de algunos líderes políticos centrados en el odio, torneos deportivos que bailan sobre el alambre de la inmoralidad, la injusticia y la deshonestidad o situaciones y hechos que no hacen más que desconcertarme, empezando a pensar realmente en eso de que la raza humana se extinguirá por su propia estupidez.

Resulta que hace unas semanas me encontraba recorriendo algunos municipios del interior de la Comunidad Valenciana con algunos familiares. Da gusto ver la cantidad y la calidad de espacios naturales que tenemos a nuestra disposición para nuestra satisfacción, además del esfuerzo descomunal que hacen la mayor parte de ayuntamientos y entidades locales para dotarlos de bienes y servicios para nosotros mismos.

En primer lugar, me encuentro ante un paraje de ensueño culminado por una cueva natural que hace las delicias de cualquier turista. Desafortunadamente también percibo unas paredes manchadas, rayadas y el entorno lleno de papeles y desechos. Más tarde, me encuentro con que han apedreado una señal inteligente recién instalada por un Plan de Dinamización y Gobernanza Turística. No tengo palabras para describir la tristeza que me produce encontrar semejante aberración delante de mis ojos. ‘Alguna gamberrada’, pienso. ‘Cosas de chiquillos’, supongo. Pero no, esto no acaba aquí.

Quiero desatender todo lo que he experimentado ya durante el día y acabar con el mejor sabor de boca posible. Me encuentro en un Paraje Natural Municipal declarado como tal en 2007, ¿qué puede salir mal? De repente, sobre unos paelleros, encuentro unas señales direccionales totalmente carbonizadas, como si hubieran sido presas de aquel misterioso dragón. No doy crédito a lo que veo y progresa mi decepción ante tales hechos.

Habiendo analizado esta situación, mi reflexión me lleva a la conclusión de que en cuanto a urbanidad se refiere, dejamos mucho que desear. Nos quejamos de que cada vez disponemos de menos servicios para nuestro uso y disfrute, y no es para menos. No tenemos sentimiento de respeto hacia lo público y deberíamos, puesto que, además de que cada contribuyente soporta una parte de la inversión en esas instalaciones con los impuestos, nos tomamos la libertad de despedazar y estropear lo que otros sí que quieren usar correctamente, porque somos así de insolidarios.

En una sociedad sumida en el caos y fragmentada por multitud de circunstancias diversas, dejemos de actuar como dragones para entender que la humanidad necesita más respeto, generosidad, solidaridad y empatía por aquello que es de todos y para todos. La baraja de la responsabilidad está en nuestras manos y el resultado únicamente depende de cada uno de nosotros mismos.