Al final, la fragmentación de la representación política -derivada todavía del temblor de la crisis, que inició una nueva época de geografías democráticas- es igual o superior en la derecha que en la izquierda. Si abrimos el telón y contemplamos desde el gallinero del teatro el escenario valenciano observaremos que a una parte están el PSOE, Compromís y Podemos y en la otra figuran el PP, Vox y Ciudadanos. Ese marco es el actual, así en la Generalitat como en el ‘cap i casal’. Unos y otros parecen empatados en deconstrucciones. Hay, sin embargo, un personaje que ‘amenaza’ con romper o rasgar el cuadro político en la ciudad de Valencia. Se llama Francisco Camps y no sólo fue presidente de la Generalitat, sino que resucitó con una ufanía apasionada lo que se llamó entonces el valencianismo gótico, ese conjunto de elementos tradicionales costumbristas vinculados a la epidermis valenciana. Faltan todavía dos años para las municipales, pero si a Camps le da por irrumpir, como dicen, en la política municipal, causará un seísmo. Por el momento, los ecos de su vuelta son muy alargados. Lo son porque advierten sobre el inmenso territorio baldío que está por ocupar en la orilla de la derecha, que es el de la esfera emocional. El que más lo ha labrado por ahora ha sido Fernando Giner, pero tal vez a este actor político le falle su partido o sus tonos poco estridentes, de una educada moderación. Cada vez más, las retóricas, las dialécticas populistas o la política/espectáculo invaden el ámbito reservado para el diálogo y la sensatez.

Las mayorías absolutas del PP valenciano (una con Zaplana, pero todas las demás con Camps, incluso la mayoría absoluta de 2011, cuando estaba imputado por Gürtel) se cimentaron en tres patas. Una maquinaria simbólica abrumadora, un victimismo frente a Madrid cohesionador -la infrafinanciación ya estaba presente- y el factor exógeno del auge económico sustanciado en el turismo y el ladrillo. Fueron años de enormes primaveras económicas pero aún así el PPCV nunca descuidó la envoltura emotiva que cosía los posibles agujeros abandonados al arbitrio de languideces sociales contrarias a sus políticas. Las banderas patrióticas de Camps flameaban por todos los confines, desde el Monasterio de la Valldigna considerado como el referente espiritual de los valencianos a los esfuerzos por la llegada del ‘Centenar de la Ploma’ -obra mítica para un cierto valencianismo-, desde la ascensión al Penyagolosa -tótem ‘nacionalista’ de esta tierra- al peregrinaje al Puig para dar las gracias por no sé qué. No digamos ya la mística desgranada sobre los amores hacia el Valencia CF (un asunto que no está para poéticas de trovadores sino para demagogias muy crispadas).

Desde que Camps se retiró debido a sus problemas con los jueces y con el PP nacional, todo ese edificio iconográfico inició un prolongado desmoronamiento. No podía ser de otra manera: el personaje había salido de escena, y esos idearios no se fingen, son de autor. Camps era un discípulo aventajado de Rita Barberá, no lo olvidemos, y ambos araban la raíz de una ampulosidad abierta a eso que se denomina «valencianía» -no lo confundamos con el valencianismo o nos armaremos un lío-. Sin esa plástica, el PPCV de la ciudad de Valencia es otra cosa. Ni mejor ni peor, otra cosa. Un partido fuerte, muy cerebral, que ejerce una oposición sistemática y esforzada. Si desea emular a la formación que dirigió Rita durante más de dos décadas, que puede no ser el caso, y discurrir sobre aquellas alegorías, tal vez haya de envolverse en la senyera durante un cierto tiempo para perpetuar la ósmosis entre el partido y la mitología secular de la Valencia «construida» -o imaginada- por la exalcaldesa.

Cuidado con una plataforma independiente con cargas y sobrecargas emocionales desbordantes de fulgor regionalista, y más si la lidera Camps. No habrá que recordar aquí que en 1991, cuando Rita ascendió a la alcaldía, Lizondo logró sólo un concejal menos que el PPCV. Aquel fue un discurso que funcionó entre los ‘botiguers’, amenazados por cualquier tipo de cambio, y que contenía paradigmas blasquistas, esos mismos que todavía hoy atraviesan las entrañas de esta ciudad. Quien no entienda el blasquismo, no entiende Valencia. Si llegara a ramos de bendecir la opción de Camps, y todavía hay dudas, la evidencia de que su voz peristáltica obligará a bascular el discurso de la líder del PPCV en el ‘cap i casal’ parece inapelable. María José Catalá, hasta el momento, despliega un relato muy transversal, de tesituras medidas, bajo un amplio registro. Sus puntos cardinales abarcan los de una oposición municipal vigilante con los flancos débiles del gobierno. La fiscalización y el control político son obligaciones democráticas instaladas en el manual del opositor. Y visualizar y proyectar una Valencia que responda a una nueva idea de ciudad no solo es un compromiso básico, sino que ha de adjuntarse en el ADN de quién pugna por liderar la capitalidad del futuro. ¿Es todo? Yo diría que no. La inercia legada por el aparato simbólico de Rita penetró durante tantos años en el imaginario colectivo que se hace inconcebible un PPCV sin esa cáscara. Al menos, por el momento. La sensibilidad de Rita y Camps se correspondía con las liturgias valencianas, cuya pulsión empieza en el mercado central y se canoniza entre las calles que describe la novela Noruega para después enfundarse entre los pliegues religiosos en torno a la catedral. Es la ciudad del rito, la que año tras año saca a pasear por las calles sus emblemas. Es una estética propia, muy diferente a la universalidad de unos esquemas que funcionan en otros puntos de España. Es la Valencia conservadora. O se entiende o no se entiende. Ribó ha entendido el otro espacio, laico y también localista, que incluye esa misma liturgia valenciana -implica a los ‘botiguers’- y se la ha apropiado. Bueno, no le va mal.

(Hablando del PP. No digo nada sobre la decisión de apartar a Isabel Bonig de la cúspide de su partido porque resultaría innecesario. La reiteración no tiene brillo periodístico. La literatura política ha dictaminado demasiadas veces la verticalidad de un partido plegado a los deseos e intereses del líder de Génova y que aceptan las periferias, incluidas las periferias que están en el centro, a veces bajo un estruendoso silencio y a veces con gritos desgarradores. El resultado es el mismo. Ayer Bonig decidió marcharse. Optó por el ‘estilo Graham Greene’, quien señalaba que el último derecho del hombre era el derecho a marcharse. El del PP es un poder que se desplaza deductivamente, de arriba abajo, sobre criterios de autoridad. Cuando el PSOE alcance ese mismo éxtasis organizativo dejará de ser un partido anarquista y ascenderá a los cielos de las jerarquías políticas operativas. Podemos ya camina por esa senda, y desde hace tiempo).