El individualismo que sufrimos en nuestra sociedad ni es un descubrimiento ni nos sorprende. Se trata de ese egoísmo de serie que la tradición cristiana solía atribuir a aquellos chivos expiatorios de toda la humanidad, a los desgraciados Adán y Eva. Diríase que, a mayor opulencia y empacho material, mayor dificultad para luchar contra ese mal endémico y ancestral. Cuanto mejor vivimos, más nos atrincheramos en nuestros búnkeres, como si nuestra supervivencia y felicidad dependiese de ello.

La falta de agradecimiento es un claro indicio de esto. Cuando no sabemos demostrar gratitud y somos conscientes de ello, deberíamos preocuparnos. Cicerón escribió que la gratitud no es solo la mayor de las virtudes, sino que es la madre de todas las demás. Entonces, en el siglo I a. C. ni siquiera imaginaban que la neurociencia llegaría a constatar que el vivir desde el agradecimiento genera bienestar personal, más allá del despilfarro material en el que vivamos.

Cada vez hay más jóvenes -y no tan jóvenes- que son incapaces de soltar el convencional y expeditivo «gracias», pero los que superamos ese miserable listón, ¿cuántas veces somos capaces de mostrar verdadera gratitud al día? ¿Cuántas veces somos capaces de reconocer plenamente lo que recibimos de los demás? Desde nuestros búnkeres hemos ido inhalando desde niños que nos merecemos las cosas… porque sí, porque yo lo valgo, y rara vez solemos manifestar con sinceridad nuestro agradecimiento hacia los demás. Algunas personas lo hacen por descuido, pero muchos otros se encierran en sí mismos por manifiesto egoísmo e, incluso, por envidias que, por supuesto, acaban consumiendo nuestra felicidad.

La ausencia de auténtico agradecimiento -ni qué decir del reconocimiento del otro- a veces puede conducirnos hasta el ridículo más espantoso. Recuerdo la anécdota de aquel gerente de una pequeña empresa de ocio nocturno que quiso regalar a sus empleados un fin de semana de relax en un parador idílico. Para algunos fue un acto de generosidad, para otros un acto interesado con el fin de cohesionar al grupo de trabajo, pero lo cierto es que solo supo de uno de sus empleados, no por su agradecimiento, sino por su posterior exigencia de que le pagara las horas extras de aquellos dos días.

No veo capaz a la mayoría de nosotros de un despropósito semejante, pero sí observo a mi alrededor desaires, silencios y olvidos egoístas. Vivimos en nuestras islas y nos cuesta enormemente reconocer a quien tenemos fuera de nuestro ostracismo, y esto me lleva a reflexionar cuántas veces yo también me atrinchero en mí mismo, sin ser capaz de valorar el esfuerzo o la dedicación de los otros. Ver la paja en el ojo ajeno no evita la viga en el propio.