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Martí

Valencianeando

Joan Carles Martí

La desordenada música callejera

En Ciutat Vella te puedes encontrar desde el friki del Mercat a una pequeña ‘bing band’ que reclaman un donativo por su actuación

Es oír el primer compás del pasodoble de Padilla y se me van los pies a Mestalla cuando el equipo saltaba al césped acompañado con la popular tonadilla a todo volumen por los altavoces del estadio. Pues hay un cantante callejero, siendo benévolo, que cada vez que me dejo caer por la zona del Mercat me recuerda el mono que tengo después de más año y medio sin pisar el santuario blanquinegro. Me dura unos segundos, hasta que el hombre se pone a berrear el «Valenciaaaaa.... es la tierra de las flores....». Igual han visto al artista, siempre de blanco, con un micrófono boca-diadema conectado a un amplificador móvil en el cinturón donde destroza la canción y cualquier oído fino. Pero además anda provisto de dos castañuelas insufribles que hace odioso el folclórico «Valencia». Lo primera vez que lo detecté, mucho antes de la pandemia, me pareció una acción vanguardista salida de la factoría del Centre del Carme. Tras el confinamiento me alegré de volver a verlo, un superviviente pensé, hasta que se puso a vociferar. El sábado estuve a punto de llamar al 112 y pedir por la conselleria de Sanitat Universal. El hombre estaba bailando el singular pasodoble entre las mesas de las terrazas de la calle Palafox con el consiguiente riesgo para las botellas, vajillas y sombrillas de los bares, la indiferencia de propios y alucine de extraños, que después de tanto tiempo sin viajar no debe sentar nada bien que te reciba un friki escapado de un frenopático.

‘Bizum’ callejero.

La calle es una selva, como dijo el amigo gallego de Fidel Castro, y yo te encontré en Ciutat Vella, añado. A medio año de ser Capital Mundial del Diseño y presumiendo de ciudad universal de la música, los sones callejeros son una sorpresa ajena a las visitas guiadas. Junto al chalado del Mercat puedes tropezar con un cuarteto de cuerda a los pies del Micalet, un dúo de violín enfrente de la puerta gótica de la Catedral, un trío a capela en el Marqués de Dos Aguas, e incluso un pequeña ‘big band’ en Juan de Austria. Por cierto, la última vez que vi junto a la pared del antiguo Banco de València a la joven banda con un auténtico sonido New Orleans, me quedé de piedra al observar junto a la funda de la trompeta abierta para dejar la voluntad, un cartel donde se leía bien grande ‘bizum’ y el número de teléfono correspondiente. Eso sí, no vi a ninguno de los que formábamos el corro del animado blues urbano sacar el móvil para enviarles la anónima ayuda de banca digital. Tengo una muy mala relación con el dichoso ‘bizum’ desde que es la palabra que más me escriben mis hijos por wasap.

Más música.

Me he venido arriba desde que el jueves reabrió el Jimmy Glass, una de las mejores noticias de los últimos meses, y la manera más fácil de viajar a Nueva Orleans, esa ciudad portuaria que ha exportado la mayor mezcla de cultura musical de toda la historia. Tengo clara la dificultad del sustrato agrario de la mayoría municipal, pero sin necesidad de ninguna inútil ordenanza de inspiración soviética, alguien debería ordenar e impulsar la música callejera como pasa en muchas ciudades, porque tenemos materia prima suficiente para ser un capital universal.

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