Asistimos en las últimas semanas a una campaña en contra de la organización de la enseñanza por ámbitos en la ESO. Claustros enfrentados alrededor de una cuestión que no es nueva: ya autores como Kilpatrik o Dewey abogaban a principios del siglo XX por un currículum globalizado. ¿Y qué argumentos esgrimen ahora los que tan acérrimamente nos instan a volver a las asignaturas, precisamente cuando habíamos logrado que desde instancias políticas y legislativas se apostara por esta interdisciplinariedad? Entre ellos está la disminución de los contenidos impartidos, el hecho de haber sido una imposición para el profesorado, la formación especializada de los profesores en una determinada materia, etc. La suma de estos argumentos consigue construir un discurso que cala en las familias, y les genera una innecesaria preocupación por el nivel académico con el que sus hijos se van a enfrentar a las enseñanzas postobligatorias o al mundo laboral. Y de ahí a hablar de la merma de la calidad de la educación solo hay un paso, como si la calidad se cifrara en la cantidad de contenidos que un profesor transmite a su alumnado.

También todo este argumentario siembra un mar de dudas entre aquellos profesores que este curso han vivido los ámbitos como una oportunidad para enseñar de otra manera. Y qué curioso que este discurso se ampare, como no, en la libertad, expresión tan manida en los últimos tiempos. Libertad del profesorado para enseñar de acuerdo con unos preceptos pedagógicos, por muy tradicionalistas que sean. ¿Y qué hay del derecho al alumno a recibir una educación de calidad, alejada de la enseñanza verbalista y tradicional que concibe al aprendiz como un receptor de un conocimiento que le transmitirá únicamente un docente? Por no hablar del derecho de los profesores que este curso se han ilusionado con los ámbitos, han motivado a sus alumnos alrededor de diferentes proyectos educativos, se han coordinado con profesores de otras asignaturas, generando equipos de trabajo que merecen una continuidad.

Profesores cómodamente anclados en perspectivas de enseñanza tradicionales, arremeten contra cualquier atisbo de innovación educativa y provocan que los que están intentando enseñar dándole un mayor protagonismo al alumno, alejándose del libro de texto como material único, ofreciendo en suma, el conocimiento de manera globalizada tal como nos lo encontramos en la vida, incluso duden de si realmente esto funciona.

Es por ello que más que nunca se vuelve necesario que desde la Didáctica alce la voz, no para descubrir nada nuevo sino para recordar que la escuela, y hablamos de la escuela como la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, no puede seguir enseñando como hace 100 años. Jurjo Torres hace ya más de 30 años en su artículo El currículum globalizado o integrado y la enseñanza reflexiva, nos mostraba los argumentos en defensa de currícula integrados, las bases pedagógicas que sustentan el movimiento en pro de la globalización en la enseñanza, que giran alrededor de cuatro bloques. En primer lugar, el paidocentrismo como fundamentación, es decir, la necesaria prioridad que hay que dar a las necesidades e intereses de los niños, de acuerdo con planteamientos derivados de Rousseau o Pestalozzi. En segundo lugar, el papel de la experiencia y la acción en el aprendizaje. La actividad del aprendiz es el punto de partida y no la actitud pasiva. Esta actividad surge cuando hay un interés que nos mueve. ¿Cómo interesarles mostrándoles el conocimiento fragmentado cuando ellos no lo encuentran así en su mundo experiencial? En tercer lugar, la importancia de los procesos frente a la memorización de contenidos. El aprender a aprender debería estar por encima del aprendizaje de contenidos. Y por último, la interdisciplinariedad del conocimiento: de todos es sabido que multitud de problemas requieren para su solución la concurrencia de distintas disciplinas. A nivel pedagógico esta interdisciplinariedad se encuentra con reticencias sobre todo de las áreas de conocimiento de mayor prestigio social, como por ejemplo las matemáticas, que ven como una merma en su valoración el hecho de colaborar en experiencias como ésta.

Por tanto, ahora que tenemos el marco normativo que ampara prácticas basadas en estos presupuestos, quizás el problema esté en las creencias de algunos profesores, a los que hay que recordarles que no son meros especialistas en una materia que han de inocular un conocimiento en un alumno pasivo. La organización por ámbitos en la ESO es el marco, el contexto, que se le plantea al profesor para que sienta la necesidad del cambio. Y todos los cambios son difíciles, pero negarse al cambio cuando está más que fundamentado pedagógicamente es incomprensible y no tendría que ser posible estando como están al servicio de la educación pública. Más allá de la atención directa al alumnado existe un tiempo del horario del profesorado que ha de dedicar a la formación. Pero claro, todo depende en estos momentos de la voluntad del profesorado, y ya se sabe: si uno no siente la necesidad de formarse, nada puede cambiar. Decía Fullan que una innovación supone cambios en las creencias, en los materiales y en las prácticas. Si no cambian las creencias no cambiarán las prácticas, por mucho que se generalice la organización por ámbitos.