Toni Gaspar, el presidente de la Diputación de València, dijo el otro día (lo publicó Julia Ruiz en estas páginas): «Los políticos damos vergüenza». La confesión no puede pasar desapercibida, por mucho que brotara en ese campo de cultivo donde las trifulcas entre partidos, partidistas y partidarios son el pan de cada día. La frase es, desde luego, hermosa, y puede que hasta sea cierta. O sea, que la sentencia contiene dos elementos valiosos: su poética y su vestigio de verdad. Y aún posee otra característica también estimable: su franqueza. Gaspar no tiene reparos en incluirse entre los que pastan por las sombras del desdoro. (Hace bien, el gran hallazgo del hombre contemporáneo es saberse relativo. Relativo respecto a la Historia y respecto al conocimiento, nada pues de arrogancias o altiveces). «Los políticos damos vergüenza». Pessoa dejó escrito (Wim Wenders lo repetía en su película sobre Lisboa) que «el binomio de Newton es tan hermoso como la Venus de Milo, lo que pasa es que hay muy poca gente que se dé cuenta de ello». Para los físicos, seguro que es bello. Los demás nos apañamos con que funcione y que no sea un timo. ¿Dan vergüenza los políticos? No cabe duda de que hay muchísima gente que piensa que sí. Negarlo sería una estupidez. Más que vergüenza, yo diría que opinan que son una carga. El fascismo y el populismo se han nutrido de esas percepciones, alimentadas a su vez por los políticos. Son los políticos los que se asoman al infierno: ellos inician el proceso de desprestigio de la política y ellos sufren las consecuencias más tarde. Responsables activos y pasivos. El descrédito de la política escala cotas muy altas hoy. Fue en la Transición donde la actividad política alcanzó su grado máximo de valoración ciudadana, correspondida a su vez por unos políticos también de gran altura. A la altura de lo que hoy sería Romano Prodi, pongo por caso. Los Boyer, Solchaga, Solana, Fernández Ordoñez, Lluch, y antes Fuentes Quintana, y Areilza, y Herrero de Miñón… No sé. Puede que Gaspar no piense lo que dijo, o lo que dijo resulta que lo dijo sin pensar. (O tal vez recordó a Machado en aquello de que «nunca estoy tan cerca de pensar una cosa que cuando he escrito la contraria», no lo sabemos y tampoco importa). Pero en todo caso su proposición es seductora, entre otras cosas porque alude de alguna manera a aquella línea decadente de Ortega, ese señor que acordonó la democracia porque, decía, tenía los pies de barro. ¿Qué hacer entonces para mejorar la calidad democrática? ¿Un pacto entre los partidos de todo signo y condición? La calidad democrática no sólo pasa por jubilar la dialéctica del fuego, del bien y del mal, del ‘y tú más’, del sectarismo o del eterno choque de contrarios; también se ha de trasladar a los estamentos del Estado, uno de los grandes sistemas nerviosos de la sociedad, cuyos niveles de exigencia de responsabilidades -y tienen mucha- nunca son similares a los que se les reclama a los políticos, los empresarios o a los periodistas. (La izquierda no quiere enfrentarse a esa nueva frontera, es mejor evadirla, impenetrable desde la Transición). En fin, también hay quien desearía regresar a la sofocracia de Platón o al «gobierno de Newton» de Saint-Simon. El conde francés, siguiendo a Newton, proponía que la ciencia se ocupara de los problemas sociales. Una sociedad, pues, dirigida por un cuerpo superior de industriales, científicos y artistas, basada en la administración científica y la relegación definitiva de los criterios políticos convencionales ante los postulados académicos, económicos y empresariales. La supeditación definitiva de la esfera de la política a la ciencia. Ese consejo de sabios, de 16 miembros (¿o era de 21?), a la manera de Platón, que debía regir la sociedad, estaría formado por los mejores en su campo: unos para procurar el bienestar social y los otros para desarrollar la esfera mental y el ámbito del hedonismo. Y lo integrarían los tres mejores matemáticos, los tres mejores físicos y fisiólogos, los tres mejores industriales y los mejores literatos y artistas. Su objetivo único: buscar el progreso de la humanidad… Aquí, de momento, matemáticos, lo que se dice matemáticos, en el gobierno de la Generalitat, no se observan multitudes. Así a bote pronto recuerdo a Iván Castañón (gran admirador de Galois), a Josep Jordà, a Miquel Soler o a Jordi Juan (tres de Compromís, uno del PSPV). ¿Físicos? Que yo sepa, la casilla está vacía. ¿Y filósofos? ¿Historiadores? El vacío es casi sideral. El resto son abogados y economistas. Una plaga de abogados y economistas, la oligarquía de nuestros tiempos. Con los mimbres actuales, me temo que hasta Saint Simon saldría huyendo a tierras más académicamente transversales antes de levantar un Consejo de Newton, real o imaginario, en la Generalitat y alrededores.