El fútbol español ha muerto y su entierro se ha oficiado con tanta gravedad como cuando en su día se proclamó que la radio, el cine, la televisión y el periodismo escrito habían pasado a mejor vida. Se ha anunciado un nuevo e implacable signo de los tiempos, con el epicentro del jaleo (audiencias, negocio, entretenimiento, modas, goles) desplazado a París y Mánchester, los centros de poder conectados con el futuro, con Asia. PSG killed the Clasico Stars. Sin Messi, Ronaldo o Ramos, LaLiga palidecerá como un torneo de nostalgia noventayochesca, como una vida sin series, como un almuerzo sin Instagram. Ir al estadio, cito a un buen amigo culé, será una costumbre tan metódica y silenciosa como reponer los ramos de flores en un cementerio.

Pero aquí algo chirría. Porque no me cuadra el lamento desencantado de algunas tertulias de medianoche con el insomnio feliz de mis colegas granotes, que desde el domingo los tengo dopados de paroxismo, después de zarandear al Madrid plantándole la línea defensiva en la medular, con Vezo y Pier de funambulistas. Y todos disfrutando de una cubierta nueva que multiplica decibelios y prosperidad. En este drama tampoco me encaja la primavera europea del Villarreal, la garantía notarial del Atlético en sobrepasar los 80 puntos, la velocidad de crucero del modelo del Sevilla, que en los derbis entre Athletic y Real Sociedad vuelvan a cruzarse títulos. Claro que hay señales deprimentes. En la pugna por ver qué club global amasa más coleccionismo de arte, pero también a ras de suelo, con la indefensión del Getafe para frenar al Brighton por Cucurella.

Pero es probable que, obsesionados con el duopolio, se esté infravalorando la capacidad de regeneración del fútbol español. Su tradición competitiva, el profundo arraigo sociocultural en una temporada en la que se volverá, con apetito atrasado, a grandes estadios con la presión ambiental añadida de poder tumbar a los gigantes. Se ha visto en solo dos jornadas que la reinvención de Madrid y Barça igualará el campeonato y aumentará las alternativas, la emoción de los partidos. Se acelerará la aparición de nuevos liderazgos tras una década de adoración a dos jugadores de época. Entre los grandes periodos de dominación, como las flores que nacen en un muro, emergerán excepciones. Los años vascos previos a la Quinta del Buitre, la resaca post Dream Team que regaló un final de los 90 tan divertido con Mostovoi, Djalminha, Finidi o Piojo. Y por supuesto el Valencia entre 1999 y 2004, antes de que sincronizáramos nuestra sobredosis de gloria con el Game Over de la aparición de Messi.

Justo ahora estamos ante esos años tontos, pasajeros, en ese escenario concreto en el que el Valencia, trabajado a la sombra, esperando su momento, bajaba de las montañas para asaltar el poder establecido. El golpe perfecto, con copas conquistadas en Sevilla como primer eslabón. El desafío en Mestalla no es tan elevado, pasa por plantar cara a cada rival y no perder el equilibrio ante las emboscadas de la propia mala gestión. Pero algo, llámalo coleccionar rojas de récord y cabezas vendadas en solo dos partidos, llámalo no autocompadecerse y competir hasta el final con Gayà y Soler provocando penaltis imposibles... atrae una reconfortante fragancia que nos devuelve a los días de cabezas vendadas de Björklund y rojas de Carboni. Cuando ni sospechábamos que acabaríamos comiéndonos el mundo. Nos vamos a divertir. Ni el fútbol español, ni el Valencia, ni los cines han muerto.