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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Terrazas (y bicicletas)

Hay que viajar para curarse la autoestima local (y los nacionalismos). No para victimizarse, ni para fomentar el autodio. Simplemente para templar gaitas y afinar virtudes. Tampoco para imitar a lo loco ni para generar complejos o deseos de imitación. En Valencia hemos padecido de todo un poco, y todavía damos señales inequívocas que diagnostican demasiados de estos malestares. Nos empeñamos en emular a Madrid y Barcelona teniendo metro y despreciamos el tranvía porque parecía de segunda clase cuando resulta que en Centroeuropa es una señal de distinción frente al transporte subterráneo. Denostamos los rascacielos pero al mismo tiempo queremos salvar la huerta, cuando la construcción en altura es la única que libera suelo. Deseamos el AVE a la capital y no conectamos ferroviariamente con Europa. Reivindicamos un museo para Sorolla pero no nos enteramos que el Estado apenas invierte unos míseros euros en el San Pío V.

Hoy, sin embargo, un viejo amigo que vive en Rocafort, la localidad más burguesa al norte de la ciudad y con el precio del m2 más caro de toda la Comunidad, ha venido hasta Ruzafa en bicicleta. «Tardo menos que el metro», me ha dicho. Y es verdad. Además, hace ejercicio y ahorra energía, esa que el país no tiene ni se la espera. Mi amigo es la mejor representación del éxito entre alguna ciudadanía de la política expansiva de la bicicleta que ha desarrollado el denostado concejal Giuseppe Grezzi. A este político de origen napolitano le podemos reprochar muchas cosas, entre otras, su unilateralismo, la falta de didáctica y pedagogía, su pésimo sentido del diseño –parece mentira que sea italiano–, su caótica planificación y su desconsideración para quienes no piensan como él, básicamente los usuarios del automóvil por la ciudad –aunque también los peatones agredidos por patinetes circulando a alta velocidad. Pero es (era) innegable que Valencia reunía todas las condiciones para ser una ciudad ciclista amable, bastaba darse una vuelta por las ciudades holandesas y belgas para darse cuenta de ello, tan llanas como la nuestra, que las supera en buen clima y hasta en población joven y estudiantil.

Hace diez años solo conocía a tres personas que andaban en bici por Valencia: el historiador del arte Javier Pérez Rojas, el arquitecto Arturo Sanz y la directora comercial Eva Marcellán –que lo hacía con tacones, lo cual tiene más mérito–. Hoy cuento con dos docenas de conocidos que circulan a diario con su bicicleta, y todos tienen más de cuarenta años. Es innegable que la ciudad ha vivido una revolución basada en las dos ruedas y es posible que este acontecimiento sea también una fuente de atractivo para el nuevo talento joven, y no son pocas las empresas valencianas que lo utilizan como reclamo para posicionarse en los mercados internacionales donde se captan cerebros dedicados a la innovación.

La ciudad cuenta también, como ya hemos señalado, con un clima envidiable. Apenas hace frío dos meses al año, llueve tres o cuatro semanas (una de ellas, al menos, torrencialmente) y hace muchísimo calor mes y medio a pesar del cambio climático. El aire acondicionado, una de las principales actividades de la industria valenciana de servicios, ha solucionado el problema del frío y el calor; la red de colectores evita, por su parte, que media ciudad y el distrito Marítimo se inunden en cuanto llueve de modo sostenido. El problema sobreviene el resto del año, cuando el buen tiempo, que suele durar más de siete meses, toda una suerte milenaria con un potencial que no sabemos aprovechar. El Jardín del Turia lo ha paliado en parte, pero Valencia sigue siendo una ciudad muy deficitaria en arbolado de sombra con hoja caduca (que ya no interesa porque obliga a contratar más jardineros, como en París) o en paseos peatonales y deportivos. Llegar andando a la Marina, por ejemplo, es una odisea; encontrar un espacio de umbría en el nuevo Parque Central, una heroicidad; jugar al baloncesto en una canasta callejera, un imposible.

Y es ahí donde las normativas municipales de Valencia que nadie se atreve a corregir impiden seriamente el desarrollo lúdico y turístico de la ciudad. No se permite la ocupación de las cubiertas de los edificios, lo que desautoriza que disfrutemos como en Roma –situada en nuestra misma latitud– y tantas otras ciudades italianas de espacios ajardinados mirando al cielo, ni siquiera podemos organizar partys vecinales como hacen los habitantes de Manhattan rodeados de cisternas de agua, consideradas ya patrimonio de la ciudad de Nueva York. En cambio, se le permite a la compañía eléctrica que campe a su libre albedrío por los techados valencianos históricos, sin obligación de modernización alguna de sus postes y cableados a pesar de las disparatadas cuentas de los recibos últimos de la luz.

Del mismo modo, las prusianas normativas impiden a la hostelería desarrollarse hacia la calle, crear nuevos espacios de confort en terrazas o entoldando sus accesos, siquiera sea para ocultar el desmadre de los cableados que las empresas de telefonía están organizando en las fachadas de los entresuelos de media Valencia. Ha habido un poco de manga ancha durante la pandemia, pero tras el fin de las restricciones sanitarias, la policía municipal vuelve a patrullar y a pedir a cafeterías y restaurantes que se limiten a la situación anterior. Claro está, y era previsible, la clientela pide seguir en las terrazas de nuestro suave tiempo otoñal, y los hosteleros se cabrean frente a los funcionarios y con razón.

En el caso de la hostelería, la municipalidad solo actúa tarde y mal, cuando la iniciativa privada ha colmado una zona y la ha convertido en molesta para el vecindario. Bastaría con crear un sistema de distancias como ocurre con el ordenamiento farmacéutico que impidiese las concentraciones de bares y pubs, pero al mismo tiempo habría que fomentar la ocupación de la calle con agradables instalaciones, un mobiliario de diseño ahora que vamos a ser capital de interioristas y grafistas, toldos y jardineras que embellecieran la ciudad, la hicieran más atractiva y cómoda, creando enclaves peatonales al modo de oasis para el solaz ciudadano. Antes de la guerra, Valencia era conocida como la ciudad de las grandes cafeterías, sus pérgolas y toldos. Desde Casa Balanzá en la actual plaza del Ayuntamiento, se podía ir andando por grandes aceras entoldadas por casi todo el centro de la ciudad, siguiendo la ruta de cafés como El Siglo, el Ideal Room, el Suizo y el España, el Gran Café junto a la Unión y el Fénix…, el León de Oro para el que pintó unos murales Pinazo –como hiciera Renau en los baños del Palacio Santángel–, el Canyol, Barrachina y tantos otros que, hoy, no podrían existir. Tenemos un bien y deberíamos aprovecharlo para convertir a Valencia en la ciudad con las mejores terrazas dedicadas a la restauración de Europa. Pero para eso hay que cambiar la mentalidad costumbrista y ordenancista de nuestro excelentísimo Ayuntamiento.

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