En cualquier gobierno de coalición se pacta con quien se compite. Esta paradoja no es una novedad. En todo caso, lo que se busca son mecanismos que permitan operar a un ejecutivo con diferentes formaciones y, por lo tanto, culturas políticas en su seno.

A efectos prácticos, este equilibrio se mantiene entre dos polos. De un lado, en cualquier gobierno existe un principio de delegación basado en quién es el titular de cada cartera. Se supone que aquel partido que lo encabeza tiene la iniciativa para operar en ese ámbito material y sus ideas y equipos llevan la voz cantante. Si no, cualquiera podría tener cualquier ministerio, pero sabemos que siempre hay disputas a cara de perro por ostentar las carteras más apreciadas.

Del otro lado, el ejecutivo tiene que estar coordinado pues, más allá del papel preponderante del presidente, se trata de un órgano colegiado. Por lo tanto, se tienen que acordar políticas desde el conjunto. Para ello existen elementos que minimizan la incertidumbre entre los socios como son un acuerdo de gobierno (donde se decide el marco general de actuación) o diferentes comisiones, tanto parlamentarias como de coordinación interna.

Los desacuerdos (visibles) del gobierno de Pedro Sánchez son un buen ejemplo de cómo se pilota en esta tensión. En la ley de vivienda, la titular del ramo es la socialista Raquel Sánchez, pero Podemos quería ir más allá en las medidas inicialmente planteadas incorporando mecanismos de control de precios. Hubo un tira y afloja entre los socios y el proyecto de ley que acaba de aprobarse emerge de un equilibrio entre ellos.

Esta tensión es justamente la inversa por lo que toca a la reforma laboral. Trabajo, con Yolanda Díaz al frente, es la depositaria ‘por delegación’ de la iniciativa en la materia. El pacto de gobierno, de hecho, habla también de la derogación de esta norma (véase el artículo 1.3 del pacto). Sin embargo, estos textos siempre tienen margen de interpretación y ejecución, pues cualquier desarrollo legal va más allá de los seis puntos señalados en el documento.

Ahora bien, lo seguro es que esta crisis, profunda, tiene dos planos. Primero, el contenido concreto, sobre el que hay discrepancias internas y que tiene efectos sobre otros departamentos. Es decir, la disputa parece tanto por el calado de la reforma como por los departamentos con los que roza (tan sensibles como Economía, Seguridad Social o Industria). Segundo, la necesidad de atribuirse el mérito sobre el potencial cambio al ser, al menos sobre el papel, un compromiso adquirido por los dos socios de la coalición cara a los electores. En resumen, ponerse la medalla.

Es cierto que los dos partidos tienen incentivos para buscar un acuerdo; siguen dependiendo el uno del otro para sobrevivir, pero la batalla que han elegido es terreno minado. Hay tanto capital político invertido en esta reforma que sin un compromiso que permita salvar los muebles el destino de la coalición estará en el alambre. Al fin y al cabo, en España el electorado templado tiene una baja tolerancia a la sensación de desgobierno con las cosas de comer.