Superada la digestión del doble derbi (el duelo vibrante librado en el césped y también el clásico debate identitario minado de medias verdades literarias), el Valencia acaba el año con el aroma reconocible de sus regresos. Es un equipo desprotegido y con todas sus limitaciones al descubierto, con cuatro porteros y ningún 6 puro, pero con un compromiso grupal tan intenso que convoca esa emocionante adhesión, tan inglesa, que siempre anhela todo hincha de base. Una comunión con la grada sin dictadura de resultados y proporcionalmente tan honda como la contestación contra la mal llamada propiedad. Un equipo justo para estos tiempos. Un Valencia de amor y guerra.

El regreso se percibe en múltiples señales memoriosas. Una de las más evidentes es la áspera frustración de rivales ante el rearme broncocopero del mestallismo. En «The Wire, 10 dosis de la mejor serie de la televisión» (Errata Naturae), Nick Hornby preguntaba al cineasta David Simon sobre «el lenguaje de verosimilitud» empleado para recrear la jerga de los guetos de Baltimore: «Es muy sencillo, que se joda el lector medio», respondía Simon. «Cuando era periodista siempre me decían que debía escribir para el lector medio. El lector medio, tal y como ellos lo interpretaban, era algún suscriptor que vivía en los barrios residenciales de las afueras, de raza blanca, con dos coma algo hijos y tres coma lo que sea coches y un perro y un gato y muebles de jardín. Ese lector medio no sabe nada y necesita que se le explique todo, de modo que la exposición se convierte en una pesada carga que mata la historia. Que le jodan. Que le jodan y lo manden al infierno».

Trasladado al fútbol, todo equipo con aspiraciones debería agradar al espectador medio futbolístico, ese con un retrato robot con el 65% de posesión, un mínimo de 550 pases por partido, tres coma algo de goles de media y centrales que piensan como centrocampistas. Un equipo que baile y deje bailar, como diría Unai Emery, cuando Mestalla nunca fue tierra de vals y rara vez conquistó la gloria agradando a la crítica. Hasta Fontanarrosa (todavía duele, Negro) afeaba en sus artículos de Marca la conquista a contragolpe limpio del título de 2004. Pero tanto entonces como ahora, hoy con más necesidad todavía porque en juego está sobrevivir, el Valencia se asoma a la parte alta a contracorriente, sin tener que satisfacer el paladar exquisito del espectador medio.

Como cronista y socio entre miles, uno querría congelar el punto exacto de este Valencia contestón y tan lleno de verosimilitud, que remonta ante las carencias impuestas por la nefasta gestión y en el que destacan tipos sin confeti como Hugo Duro, con el mismo silencio cumplidor como antes lo hizo Poyatos. Un equipo que ve debutar a Iranzo, que ha pasado de ser el niño que contempla embelesado el estadio desde el sector 7 de la numerada descubierta a saltar al césped. Un equipo en el que luce un 10 de la casa como Carlos Soler, con 200 partidos y 24 años, que enseñorea con garbo los partidos cumpliendo la profecía que Claramunt me comentaba en 2017, golpeando con los nudillos la mesa del bar del campo del Puçol, apenas devorado el almuerzo, al lado de su estatua de bronce: «El xiquet ha de dir ‘ací estic jo, soc el líder, jo impose la llei, puc canviar la història del club i vaig a intentar-ho’». Es un buen momento para ir al estadio, para mirarnos cicatrices y saborear la militancia. Y con esa actitud, juntos y preparados para el contragolpe, aunque el final de la encrucijada societaria se decida en otras alturas, habrá que salir ilesos del 2022 que le espera al club de la acequia de Mestalla.