Ataulfo, Siderico, Walia, Teodoredo, Teodorico, Eurico, ... y así hasta treinta y tres reyes visigodos que acaban con el defenestrado D. Rodrigo que fue derrotado por los musulmanes en la batalla del rio Guadalete en el año 711, dando paso a la etapa musulmana en la península Ibérica. Es un clásico de la educación de otra época que recibimos varias generaciones y que se suele poner de ejemplo para demostrar que la información tradicional y memorística no sirve para nada. Y efectivamente, a mí de poco me ha sabido saberme de memoria la lista de los reyes godos que recitaba «como un papagayo» ante el maestro de la escuela en los años sesenta, salvo para un dudoso ejercicio mental de fortalecer la memoria. Se supone que este aprendizaje absurdo de otras épocas se ha sustituido por otros más funcionales como por ejemplo conocer el periodo en el que Los Visigodos dominaron la Península ibérica, su cultura y tradiciones, cómo se fusionaron e integraron con la población hispano-romana, su conversión al cristianismo, su caótico sistema de sucesión en el poder, etc.

Pues bien, un día decido hacer una comprobación, por curiosidad, en mis clases de la Universidad de Valencia. Comienzo por el principio, y lanzo una pregunta genérica a toda la clase interesándome por el periodo aproximado en el que los Visigodos estuvieron asentados en la península. Cuarenta alumnos en clase y un silencio sepulcral, hasta que una alumna levanta la mano y pregunta ¿Quiénes eran los visigodos? ... Para hacérselo ver.

Sin pretender generalizar la ignorancia conceptual del alumnado actual, pues la verdad es que a preguntas de cultura general que suelo lanzar a toda la clase, siempre hay algunos alumnos y alumnas que responden de modo satisfactorio, sí que hay que señalar que la mayoría de la clase se mantiene en un absoluto desconocimiento de hechos, conceptos y datos históricos. Esto lo compruebo día a día en diferentes cursos de la Universidad, pues tengo por costumbre recurrir en mis clases a ejemplos históricos para ilustrar diferentes ideas o argumentos. Así, por ejemplo, en la asignatura sobre educación en valores éticos suelo recurrir a periodos históricos como la guerra de los Treinta años en el s. XVII en Europa, para explicarles el origen del valor de la tolerancia religiosa, surgido ante la imposibilidad de ninguno de los bandos de ganar una guerra por motivos políticos y religiosos y, en la que, tras el agotamiento físico y material de las naciones implicadas, se decidió en el tratado de Westfalia poner fin a una contienda que devastó Europa, con el acuerdo de que cada nación siguiese la religión que considerase. Pero el problema está en que cuando pregunto por el origen y el desenlace de tal confrontación bélica, no son capaces de reconocerlo ni de situarlo en un periodo histórico concreto. Algo parecido ocurre cuando trato de explicar el origen de los valores Libertad, Igualdad, Fraternidad, que constituyeron la bandera de la revolución francesa. Parece increíble pero apenas saben nada de la Ilustración, de la Revolución Francesa o de la Constitución de Cádiz de 1812, por citar acontecimientos relevantes. Me dicen que en realidad ellos de historia se saben el siglo XIX y el XX, los cuales estudiaron a fondo porque eran los que entraban en la selectividad. Este drama lo he vivido yo con mis hijos cuando estudiaban esta fatídica prueba y me pedían ayuda para entender, por ejemplo, las guerras carlistas, y yo me tenía que retrotraer al menos al s. XVIII para que pudieran entender las bases del Antiguo Régimen que estaba en el origen del conflicto. Lo de la selectividad puede tener una justificación, pero no entiendo qué han estudiado estos chicos y chicas en toda la etapa de Educación Secundaria y del Bachillerato. Esa cultura general que poseíamos los que estudiábamos seis cursos de bachillerato, y que sabíamos, al menos lo fundamental de la historia, geografía, filosofía, literatura, biología, etc. se ha perdido completamente. Los alumnos de ahora me dicen que todo eso está en internet, y que lo buscan muy rápido en Google o en la Wikipedia. Evidentemente confunden la información con el conocimiento. Solo aquella información que somos capaces de procesar e integrar en nuestro sistema cognitivo, comprendiéndola, relacionándola con lo que ya sabemos y haciéndola propia, se transforma en conocimiento. Y esto no se puede hacer de una manera plena con una consulta rápida en fuentes que no siempre son fiables, sino con unas lecturas pausadas, reflexivas y orientadas a asimilar la información y hacerla propia de modo significativo.

Esta reflexión viene a cuento de que en estos momentos se están redactando los nuevos currículos escolares de la LOMLOE que regirán en los próximos años, y parece que el péndulo se va a ir al otro extremo, pues se habla de una educación centrada en el aprendizaje de competencias. No es que esté mal que los alumnos aprendan a «hacer cosas prácticas» por sintetizar el concepto de competencia, pero no podemos caer en la trampa de vaciar los currículos de contenidos conceptuales, y sustituirlos por contenidos procedimentales y emocionales, con metodologías cada vez más lúdicas que igualan el aprendizaje del alumnado «por abajo». Evidentemente que no es lo mismo enseñar a una población seleccionada y muy motivada, como ocurría en otras épocas con el alumnado que estudiaba el bachillerato, que atender al total de la población en edad escolar. Pero ello no debe ser un obstáculo para que todo el alumnado adquiera una cultura general básica que le permita interpretar el mundo y desenvolverse en el mismo en función de sus capacidades y posibilidades. Estas pueden ser muy variadas y aquí juega un papel fundamental el profesorado que debe ser un profesional «competente» capaz de desarrollar el potencial educativo de cada alumno y alumna. Las medidas de atención a la diversidad deben permitir que el alumnado adquiera los conocimientos culturales fundamentales para vivir en este mundo sin tener que recurrir al móvil para conocer y situar cada uno de los acontecimientos que nos llaman la atención.