El capital ordena nuestro modo de vida, de producción, de relaciones. El carácter capitalista impregna las neuronas, el hígado y la bilis de cada persona, entendiéndose como un cuerpo que digiere otros cuerpos y todas las almas. El capital nos mata, pero, antes, transmuta valores como la empatía, el apoyo mutuo y la autogestión en perversidades como la competitividad, el éxito, el poder. Así que, antes de cometer su crimen, el capital trasplanta la conciencia de clase sustituyéndola por la clase media, peste del siglo XXI. Este disfraz –el de la clase media– dilapida toda posibilidad de revolución. La circulación de la gente –docentes, empleados, empresarias y tal– depende de la circulación monetaria, así que, en vez de sangre, la apestosa clase media existe en función de las transfusiones bancarias. La economía neoliberal nunca goza de buena salud –excepto para la ínfima minoría rica–, si bien la banca es un potente desfibrilador: aporta un pelín de oxígeno a la miseria existencial mediante préstamos, hipotecas, créditos o pagos fraccionados. La podredumbre de la clase trabajadora se aliena disfrazada de moto, pases de fútbol o viajecitos internacionales. La firmeza y decisión necesarias para exterminar el capital aboga por un orden decrecentista, trabajando menos, viviendo y disfrutando más. Soy un abolicionista radical; quien esto firma proclama la abolición del género, de la prostitución, de la pornografía, de la familia, de la escuela, de las peñas ciclistas, de los club moteros, de la propiedad privada, de la banca y de la madre que nos parió.

Medito tales disquisiciones en una conocida franquicia de hamburguesas. Pasé por aquí circunstancialmente. Todo un símbolo del capital este no-lugar repleto de pusilanimidad, repugnante moral y empresarialmente. El griterío de multitud de criaturas y sus familias desalienta mi apetencia existencial, incluso sexual. Nada menos erótico que una industria capitalista desbordada de vocerío. Si la ley de protección de menores vela por los derechos de la infancia, ¿cuándo quitarán la tutela a esos progenitores descerebrados? Cometen el mayor delito contra la humanidad: machacar la conciencia de clase en indefensas niñas y niños. Maldigo a los adultos que normalizan el trabajo precario, las relaciones precarias, los contratos basura, la comida basura y la existencia putrefacta. Uno espera barricadas de las futuras generaciones. ¿Cómo conseguirlo con estos ignominiosos padres y madres? No se puede consentir tanta insistencia en forjar una vida «hamburguesada».