Me había costado participar del estado de euforia de los días previos, de esa energía particular que desprende Mestalla ya entrados en marzo. La época de las eliminatorias decisivas, de las noches europeas con las capitulaciones del Arsenal enfebreciendo de verdad las gradas, de las concentraciones ante el balcón de Tribuna tras cada gesta (¿además de reservar un anillo para restaurantes, para el nuevo estadio se ha pensado en habilitar algún balcón que preserve esa fusión festiva entre el equipo y su pueblo?). Hablamos de un club primaveral de nacimiento y de convicción, que suele despertar acompasado con el aroma de renacimiento y pólvora de la propia ciudad. Esa teoría, si algún despistado no se había quedado con la copla, se confirmaba ayer, a falta de dos horas para el encuentro, con la avenida de Suecia a reventar. El secreto del Valencia es ese entusiasmo tan poco melancólico que sobrevive a sus propias torpezas y no se preocupa ni por los relatos que se le atribuyen desde fuera, hasta el punto que incorpora a su propia definición cada reproche, cada topicazo. De broncos y coperos a la reencarnación de la salvaje Crazy Gang del Wimbledon con Bordalás. Sobra fanfarronería para triturarlo todo.

Con Europa, la política, resucitando sus peores fantasmas, me parecía una frivolidad tuitear cualquier cosa relativa al partido. Sí, solo es fútbol, me decían un par de amigos, lectores de Zweig. Fútbol, esta disciplina capaz de explicar la condición humana con tanto detalle que, siguiendo el rastro de la pelota, leyendo a Toni Padilla en «El historiador en el estadio», se llega a comprender hasta el rompecabezas que ha acabado en la invasión de Ucrania: equipos nacidos en las ciudades mineras repobladas con mano de obra rusa, clubes presididos por oligarcas que se enriquecieron con la subasta de las riquezas estatales tras el desplome soviético y que se convirtieron en la guardia financiera de una clase política con tentaciones corruptas y delirios nacionalistas. En 2003, estudiando en Londres, Ranieri me invitó a un Chelsea-Manchester United que resultó ser el primer gran partido desde que Abramovich se había comprado el Chelsea. Claudio me regaló dos entradas y Roman invitó a 400 militares rusos. Rodeado de centenares de gorras vi el único gol (Frankie Lampard Jr de penalti), pero de lo que no me percaté era de que el siglo XXI empezaba a escribir sus propias reglas. Hasta la venta del club «blue», anunciada ayer, es una consecuencia directa de la guerra.

Solo es fútbol, nada más y nada menos que fútbol, un libro de historia abierto por la mitad y el mejor bálsamo para desconectar de un tiempo problemático y febril. Mestalla, el recibimiento, los cánticos, el regreso de Botubot (y Parejo), la titularidad de Gayà cosido a vendajes, el aplauso a Marcelino, el tifo, los recuerdos y el estómago recordaron que había fútbol, ofrecieron la tregua. No hizo ni falta secuestrar a Enrique Ballester, de visita matinal por la ciudad y reencarnación de nuestro Viejo Casale, artífice secreto de la remontada copera contra el Getafe en 2019. Había un partido y Bryan Gil lo entendió, con su desborde de extremo antiguo. La zozobra posterior a la lesión de Gayà, Mamardashvili, el temblor en los sismógrafos tras el derechazo de Guedes (su gran noche, como la tuvo Baraja en 2008), el rugido del estadio cuando la segunda mitad se hizo más larga, el derroche de fuerzas de Hugo Duro (es su Copa). Mestalla en mayúsculas. La liberación del final. La fiesta en el balcón. La decimoctava final. En Sevilla, claro. A por la novena Copa.