Son muchos años en los que, desgraciadamente, un gobierno progresista que los valencianos ansiábamos, decidió hacer de la infrafinanciación su línea actuación. Expresar y mostrar incompresión por esta forma de actuar es (y ha sido) casi un deber intelectual. Según el Banco de España, hemos cerrado 2021 con un incremento de la deuda de 3.000 millones de euros respecto al año anterior. La cifra se acerca a los 54.000 millones o si se prefiere al 47,8% del PIB de la Comunitat.

En un nuevo episodio del día de la marmota, el conseller de Hacienda y Modelo Económico ha oficiado el rito de proclamar la «urgencia» de aprobar un nuevo modelo de financiación autonómica «que acabe con la infrafinanciación crónica de la Comunitat Valenciana» (los médicos afortunadamente para todos, sí saben distinguir entre «urgente» y «crónico», y en ningún caso se quedan quietos, como sí ocurre en el gobierno autonómico). Por si quedaba alguna duda, insistió en que hasta que tal circunstancia política ocurra «el Consell estará legitimado para invertir los recursos que sean necesarios en garantizar unos servicios básicos de calidad, un estado del bienestar sólido y un gasto social por habitante similar al de la media española, con el consiguiente incremento de deuda que ello acarrea». Es la doctrina de los presupuestos reivindicativos, una hermosa expresión para no cambiar las cosas, cuando la historia ha cambiado en muy pocas semanas, incluso la forma de sostener el estado de bienestar en Europa, por desagradable que resulte admitirlo.

De nuevo ha aparecido el resultado de los convenios existentes entre la Administración valenciana y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas que diagnostica que al menos el 73,6% se debe a la infrafinanciación. Las relaciones entre Consell y el grupo universitario son tan intensas como su práctica de la cultura de la cancelación con quien discrepe de las conclusiones políticas propias de los encargos que recibe.

No se sabe cual es el límite que se ha autoimpuesto el Consell en su supuesta legitimidad para endeudarse, es decir hasta dónde va a ser sostenible la deuda sobre la cual trabaja en su tarea de proteger a los valencianos de un Estado central que no nos escucha (siempre con un sabor próximo al «Espanya ens roba»). No es una banalidad repetir que, sin devolver algunas transferencias, el coste de esta especie de protección que el Consell se ha autoasignado, va a ser abismal. No se puede compartir la legitimidad del pensamiento del Gobierno de Ximo Puig, pues ello significa pasar a las generaciones futuras, es decir, a nuestros hijos y nietos, la factura de los fallos, sean los que sean, del actual estado de las autonomías. La deuda que ahora generamos, como toda deuda inabordable, empieza a ser un incentivo para quienes, en estas generaciones futuras, no quisieran asumir el pago y se decidieran a trasladarse a vivir en otras autonomías o estados, reduciendo así el crecimiento y la base fiscal de la Comunitat.

Sin embargo hoy el relato no consiste en saber si la marmota se despierta o no, sino en tomar nota de que la marmota ha desaparecido y con ella muchas legitimaciones que se adjudican en el Palau. En momentos de crisis económicas muy graves como las actuales, con planes drásticos justificados por una guerra en Europa, utilizar la deuda como arma revindicativa empieza a sonar gastado, fuera de lugar, poco eficaz, como el banal «No a la guerra» para esconder la realidad que experimentamos.

La «reivindicación» se acaba de ir por el desagüe y lo que queda es la quiebra financiera de una institución que importa mucho. Cuando el Gobierno de Sánchez se las ve y se las desea para conseguir del Parlamento 6.000 millones para ayudas y 10.000 para Préstamos ICO, no consigo imaginarme a Puig levantando el dedo para hablar de la impoluta legitimidad de su deuda, en tiempos como éstos.